miércoles, noviembre 08, 2017

El tiempo que hace

Federico Reggiani lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe para Radar Libros:


“Siempre que una persona me habla del tiempo que hace, tengo la absoluta certeza de que me quiere dar a entender algo más, y eso me pone muy nerviosa” se queja Gwendoline en La importancia de llamarse Ernesto. La observación de Wilde –no es injusto atribuirle las agudezas de sus personajes– exhibe su pensamiento paradójico: nos acostumbramos a creer que quien habla del clima sólo quiere, de la conversación, retener su cualidad de cemento social, sin el riesgo del sentido. Un año sin primavera, el nuevo libro de ensayos de Marcelo Cohen, hubiera puesto realmente nerviosa a Gwendoline.

Los ensayos de Cohen suelen tener una estructura musical en que un tema aparece, se distorsiona y resurge entre la progresión de frases de una elegancia que parece recordarnos en cada página lo feo que se escribe en el mundo exterior. Una preocupación que está en el origen de las observaciones que componen el libro: “Esto, apuntes e historia, empezó a mediados de 2014 con un fastidio atrabiliario por el uso inicuo de las palabras; por la desidia de los profesionales y la narcosis simbólica de los usuarios”. Y la primera y fundante preocupación del libro es la traducción del inglés weather: entre el tiempo y el clima, Cohen descubre la opción “el tiempo que hace” (que se aprovechó aquí para traducir a Wilde), como contraposición frente a “el tiempo que pasa”. Se trata de una decisión de traductor que dispara el conjunto de reflexiones sobre la política y sobre la poesía que recorren el resto de las páginas.

Un año sin primavera es una mezcla rara (puesto a usar con maldad uno de esos adjetivos imprecisos que hacen enojar a Cohen) entre diario de viaje, panfleto y antología. El diario es el relato de un año con dos otoños, pasado entre Nueva York y Buenos Aires. La efusión autobiográfica es moderada, apenas una excusa para detenerse en las sutiles gradaciones de la variación atmosférica y en las lecturas que acompañan al cuerpo en esos descubrimientos. La preocupación más intensa de Cohen, traductor y novelista, es sin dudas la lengua: cómo traducir –entre lenguas, entre estados de la experiencia, entre literatura, pintura y música–, como resistir “la desaparición masiva de matices semánticos”. Se ofrece el goce del vocabulario específico de los reportes del clima, el weatherporn, pero sobre todo el goce que ofrece la posibilidad de abandonar las palabras que todo lo abarcan (como “rara”) para descubrir, con una habilidad notable, las designaciones más inesperadas: no habíamos visto antes el amarillo de margarina y el bronce al borgoña en los follajes de los árboles, ni las nubes parturientas, algodonadas, filamentosas, amoratadas, fulígenas, oblongas, raudas, pachorrientas o pendulares; ni los cielos azulejados, marmóreos, ¡ajedrezados! y del color del pomelo rosado.

Ese diario de impresiones sobre el tiempo que hace, y sus efectos sobre el cuerpo y la lengua, deriva en una preocupación política sobre los efectos de la técnica y el capital sobre el clima. Son las únicas zonas del libro que tienden en ocasiones a leerse en diagonal, sin la delectación morosa en el fraseo: en los momentos más débiles parece entregarse a la indignada transcripción de informes pesimistas sobre el calentamiento global, a veces “previsión de autonomista cauto”, a veces “fantasía de novelista distópico”. Es curioso que el lenguaje político no encuentre modos de decir de mayor intensidad, incluso en un escritor atento al problema de que “los activistas de la resistencia usan el lenguaje como un sampler de consignas”.

Por suerte, el libro ofrece sobre todo maravillas: Cohen recopila una antología caprichosa y exquisita de poemas y fragmentos dedicados al tiempo que hace, y ofrece a la vez una lectura de esas poesías que es una lección de crítica. Sin oscuridades, con una atención estricta a los efectos sintácticos y sonoros y una preocupación por captar aquello que el poema dice más que por hacerlo probar un concepto previo: “No existe ‘leer poesía’: necesitamos poemas”. Un año sin primavera es uno de esos libros generosos, que uno cierra sólo para pedirle a Google más poemas de esos escritores que acabamos de conocer o recordar fascinados; un recorrido por el canon y la novedad (contemporánea en inglés, sobre todo), que nos hace buscar a Emerson y a Chris Andrews, a Arturo Carrera y a Phillip Larkin, a Damián Ríos y Louise Glück. Esos poemas son “un programa de educación auditiva en la vivencia de las dos clases de tiempo”. La poesía permite ligar el tiempo que hace con la cronología, el cosmos con lo humano, la flauta de Pan y la lira de Apolo.

Todo ensayo es un género que limita con el periodismo y con el paper académico: a veces comparte con ellos la variedad de objetos y el rigor, a veces la torpeza y el tedio. En sus mejores exponentes, en libros como Un año sin primavera (o el anterior libro de Cohen, Música prosáica), el ensayo ofrece el espectáculo de una inteligencia entregada al acto mismo de pensar: encontrar relaciones nuevas entre objetos diversos, seguir el hilo de una duda, discutirse a sí mismo. Tienta describirlo con las palabras que usa Cohen para Levi Strauss: “coalición de conocimiento, atención razonada, obstinación científica y retórica de la imaginación”.

El pensamiento que ofrece Un año sin primavera es por momentos desesperanzado: encuentra en el mundo todos los indicios de la disolución; ve una humanidad entregada a una destrucción de la Tierra que comienza con las marcas en el clima, ese tiempo que hace. Una imaginación del desastre que parece ser parte de nuestro estilo de época. Sin embargo, detrás de ese pesimismo explícito, la celebración de la poesía termina construyendo una imagen de esperanza. Es una celebración sin patetismo ni sensiblería: la certeza de que la primavera va a llegar, de que “volverán a estallar de fucsia las matas de las azaleas, se van a abrir las glicinas y una nevada de jazmines va a cubrir la hiedra” y de que habrá voces para contar ese esplendor.

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