martes, noviembre 01, 2016

París y el odio, de Matías Alinovi

Por Pablo Díaz Marenghi para Artezeta



En su segunda novela, Alinovi construye una trama que une a un aprendiz de escritor exiliado en la capital parisina, con un argentino en la Academia Francesa de Letras y terroristas árabes
 “La decisión de incendiar París fue repentina. París o Francia, era lo mismo. La tomó solo, una mañana, en el pozo de dos plantas”. Así arranca París y el odio (Entropía, 2016), la más reciente novela de Matías Alinovi. Eladio Marino (un homenaje a otro Eladio, Linacero, habitante del pozo de Onetti) es el narrador de una novela muy extraña. Posee una prosa por momentos confesional, monologuista. A veces, el tono se vuelve algo confuso, enredado, pero tal parece ser la intención del narrador: marear al lector en un relato que oscila entre un físico argentino que quiere escribir y se va a probar suerte a la capital parisina y un escritor consagrado, el único hispano parlante que logró acceder a la Academia Francesa de Letras: Héctor Bianco, un claro guiño a la historia de Héctor Bianciotti, el único argentino que formó parte de la institución encargada de regular y perfeccionar el idioma francés.

Alinovi construye una París en ruinas antes de su propio incendio. Una ciudad en donde “hacía frío y oscurecía pronto”. Marino va narrando y recorriendo las callecitas de la ciudad encontrándose con otros compatriotas. Algunos están vivos y son simples trabajadores que se ganan sus baguettes como pueden. Otros, están muertos hace rato y se convirtieron en leyendas, como Atahualpa Yupanqui y Julio Cortázar. Bianco toma la voz en el relato por momentos y cuenta sus desventuras; desde que escribió sus primeras novelas hasta su romance con un crítico literario francés. La muerte de su compañero de vida lo marcaría para siempre. Luego, su llegada a la Academia y sus dudas por el hecho de volverse un académico o, como le dicen en Francia, un “inmortal” -sobrenombre que se origina en el lema A la inmortalidad, creado por el fundador de la Academia, el cardenal Richelieu.

Marino mata el tiempo en las piletas públicas de París y va alternando críticas a la ciudad con referencias cortazarianas (sí, aparecen los axolotes y oraciones que empiezan con “Encontraré a…”, símil Rayuela). Recorre museos y se aburre. La ciudad que había leído como una maravilla lo defraudaba y la quería en ruinas. En la novela se destila todo el tiempo un sentimiento de decepción que desborda las 172 páginas. Quizás los puntos más altos sean aquellos en donde Marino desnuda su alma a través de sus preocupaciones. ¿Cómo podría convertirse en escritor y escribir su anhelada novela? La prosa de Alinovi es muy prolija. A veces, por momentos, roza lo artificioso. Como si quisiera dar muestras excesivas de su capacidad narrativa que es, sin dudas, notable. Pese a ser una obra breve, hay ciertas estructuras que podrían evitarse y evidenciar la potencia ígnea del verdadero relato: la historia de un joven exiliado que mastica su desarraigo e intenta convertirse en escritor, con todo el vértigo que eso implica. El final, con árabes y el protagonista a caballo, cual Juan Moreyra, podrá ser para algunos incorrección política y para otros un cliché.

El verdadero valor de una obra de arte se esconde en la motivación. El resplandor de Stephen King es una historia de terror pero es, ante todo, el relato de las obsesiones de un alcóholico que teme dañar a su familia. 1984 de George Orwell es una distopía pero que nace de las tripas de un periodista que le grita a una sociedad en defensa del derecho a la información. En París y el odio se percibe una motivación muy personal, casi iniciática en el autor. También graduado en Ciencias Físicas, también joven, su primera novela La Reja (Alfaguara, 2013), fue muy destacada por la crítica. Peculiar por su estructura (casi un poema largo) le permitió abrirse camino dentro de la literatura argentina contemporánea. Es posible encontrar similitudes entre Alinovi y Marino. Por momentos, estas similitudes tan densas parecen encarcelarse por barrotes literarios artificiosos (como la historia de los túneles parisinos o los árabes del final de la novela, que aparecen desdibujados, llenos de lugares comunes y de una manera algo brusca).

La segunda novela de Alinovi es una aventura atractiva, con una prosa estéticamente muy lograda pero con una motivación personal que parece constreñida, que podría dar mucho más. Como dijo Leon Tolstoi en su ensayo ¿Qué es el arte? (1897) “se  considerará  arte lo  que  exprese  sentimientos  bastante  universales  para  que  los  sientan  todos  los hombres”. Alinovi enciende las llamas de un fuego universal, como esta idea también del escritor ruso de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”. ¿Quién no se sintió extranjero alguna vez, pateando sus propias veredas? ¿Quién no tuvo miedo de dar el primer paso en un camino profesional que se parecía a un ascenso al Everest con escarbadientes? Resta saber si el escritor querrá profundizar este camino en su siguiente novela, experimentando aún más en estructuras lingüísticas y voces alternadas, o explorará en su interior más profundo que se deja leer incendiario, sin necesidad de recurrir a túneles medievales o a terroristas islámicos.

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