jueves, septiembre 29, 2016

Falta menos que antes

Tamara Tenembaum escribe sobre Acá todavía, de Romina Paula para La Agenda BA



“Todo el mundo tiene mi edad ahora”, me dijo hace poco una amiga escritora que tiene 37 y escribió, hace poco, sobre tener esa edad. Obviamente es un chiste, pero hay algo de verdad. Muchos de los autores que hace 10 años fascinaban a los que recién descubríamos la literatura argentina contemporánea, a los que empezábamos a pensar en un escritor como un ser de jean y zapatillas que te podés cruzar por la calle o en un bar de Almagro, dejaron de ser jóvenes angustiados de casi treinta para tener, bueno, 10 años más. Algunos de mis escritores favoritos están entre ellos. Pienso en Pedro Mairal y Fabián Casas, por ejemplo, cuyas novelas “adultas” leímos en el último tiempo, y también en Romina Paula (aunque sea más joven que los otros dos), que acaba de sacar novela nueva después de varios años de silencio. Silencio ante todo novelístico: su obra de teatro Fauna, aunque ya parezca un clásico absoluto, es de 2013 nomás. A mí, que los leía a todos ellos de adolescente y recién ahora reconozco los universos y las frustraciones de las que ellos se ocuparon siempre, me resulta muy emocionante leerlos a todos tan sabios, como una luz que espera al final del túnel de los veintilargos. Más allá de la edad que elijan para sus protagonistas, que es un detalle, es evidente (y Romina Paula no es la excepción) que de la literatura y de la vida han tomado lecciones. Lecciones ni lineales ni demasiado claras, pero aprendizajes al fin. Así me senté a leer Acá todavía, y no me decepcionó; ni cerca.

Son menos de 300 páginas (apenas más de 200), pero Acá todavía es para bien o para mal una novela larga; ante todo, porque el lapso de tiempo que cubren esas páginas es bastante breve. El presente de la novela se ubica en la internación por una enfermedad terminal del padre de Andrea, la protagonista y narradora. Digo que el presente se ubica ahí porque, especialmente en la primera parte de la novela, ese punto particular en el tiempo es una especie de banco de arena en el que hacer pie mientras Andrea revive recuerdos y escenas del pasado. Esas escenas ya nos dan a entender que la identidad sexual de Andrea es una parte clave de la novela, y en la segunda parte se revela no solamente como un rasgo de personaje sino como un elemento que mueve la trama (pero esta parte es una verdadera sorpresa así que mejor no arruinarla). Hay algo particularmente interesante que Romina Paula capta en estos flashbacks respecto de la identidad queer, y es esa mezcla entre la certeza absoluta y el estado permanente de pregunta. Es más común encontrarnos, en los personajes gay de la ficción literaria, televisiva o cinematográfica, con uno de estos polos: el gay que siempre se supo gay y el hetero que duda, o el nuevo gay que no está seguro. En la Andrea de Romina Paula aparecen las dos cosas y sin que medie una contradicción, o al menos sin que se acuse recibo de la contradicción: están las escenas de la infancia, el enamoramiento de una amiguita de veraneo (una de mis partes preferidas del libro) y esa seguridad que solo te puede dar el deseo inmediato, no filtrado por las palabras y las categorías del sexo conversado o siquiera concientizado, y están también las búsquedas de la adultez, el reconocimiento de que sí, más allá de las etiquetas, todo es más complejo. Es especialmente interesante también la constelación de relaciones que Andrea arma con los varones de la familia, con su papá y con sus hermanos; Romina Paula captura con mucha honestidad lo contaminado de los vínculos, el punto en que el erotismo y el afecto se confunden de modos que no son patológicos (o al menos no están patologizados).

La voz de Andrea también es uno de los grandes logros de la novela; habría que estudiar en la literatura, y particularmente en la literatura argentina (es un buen tema para una tesis de maestría, por ejemplo, por si algún futuro magíster nos está leyendo) las marcas lingüísticas y estilísticas con la que se producen las voces lesbianas en la literatura. Hay una especie de brusquedad, un desprecio por la suavidad y los voladitos a pesar de que se trate de una prosa con mucho vuelo y para nada “naturalista”: es una prosa literaria pero no afeminada. Esta personalidad se introduce ya al nivel de la sintaxis, del orden de las palabras, de las preposiciones y los conectores que se eligen omitir. Romina Paula trabaja mucho al nivel de la oración, al nivel más micro, pero también por efecto acumulativo: se pueden introducir ejemplos como “Entonces a Dolores prefiero no decirle lo de mis planes de confirmarme en el protestantismo sino que me finjo católica de cepa y digo catequesis y padrenuestro y comunión”, en donde ya se ve esa decisión de usar poca coma, poca pausa y poco adjetivo, pero la voz se construye justamente en la suma de estas pequeñas elecciones. No es un estilo extraño al de Romina Paula pero siento que está exacerbado en Acá todavía.


A medida que avanza la novela el presente va tomando más protagonismo y potencia y las reflexiones se vuelven más accesorias, quizás, salen del centro de la novela: nos la encontramos a Andrea en el medio de una especie de comedia de enredos (aunque sin demasiada comedia) que recuerda mucho, y no solo por los escenarios charrúas, a La uruguaya de Pedro Mairal, con su puesta en escena de las complejidades de la vida contemporánea pero mostrando sentimientos y preguntas antiquísimas detrás de los vínculos posmodernos. Pero a pesar de que los acontecimientos se pongan un poquito más vertiginosos, la novela sostiene hasta el final el ritmo que le da ese título maravilloso, “Acá todavía”. Un “todavía” que refiere un poco al ritmo hospitalario del padre de Andrea, a ese tiempo chicle de las enfermedades (gran decisión la de que la novela no tenga capítulos numerados ni titulados, solamente un par de enters cada grupito de páginas: da esa sensación de “en qué día estamos” que es tan característica de las internaciones largas) pero también a ese momento justo antes de la adultez en el que uno está esperando que pase algo que cambie todo, algo que nos convierta inequívocamente en “gente grande”. Me hizo acordar un poco a “Por ahora”, el título de la serie que protagonizaban los chicos de Cualca y que aludía también a esa sensación de lo transitorio, el trabajo que tengo ahora es transitorio, la pareja que tengo ahora es transitoria, la vida que tengo ahora es transitoria. La novela termina justo cuando está por llegar, quizás, ese evento transformador en la vida de Andrea. Pero el verdadero aprendizaje (y en esto creo que la obra se emparenta con muchas otras obras maduras y sabias) es que no pasa nada: nadie te toca con la varita mágica y te convierte en una persona de verdad, y la sensación esa de que vivís en la antesala de tu vida no es más que, bueno, una neurosis adolescente. Eso que pensabas que era la sala de espera era la vida, y lo que te queda no es muy distinto. Creo que de esa pregunta es que se trata la novela de Romina Paula; y me hace pensar también en esto que escribió Cercas hace poco en El punto ciego sobre las novelas modernas, que glosan y glosan una pregunta para descubrir, al final, que no había respuesta, o que la respuesta estaba en ese desarrollo, en ese persistir sin solucionar.

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