lunes, julio 11, 2016

Opulencias del recuerdo

Juan Ariel Gomez escribe sobre Niño enterrado, de Edgardo Cozarinsky, para Bazar Americano


Con algo de súbita extrañeza llegué a este libro, como cuando en verano unx camina en la playa, sorteando gente y sombrillas, y encuentra –casi tropieza con él– algún niño enterrado al que solo le queda un espacio sin arena alrededor para el rostro. Ante esa imagen como título –Niño enterrado, sin artículo como el de una pintura, o el de una fotografía en un marco– opera, como en una miniatura, el productivo encuentro de lo máximo en lo mínimo. Hay algo de esfinge, de cosa estatuaria, inmóvil y la vez viviente, en ese juego de enterrar niños en la playa; la simple abundancia de la arena húmeda rodeando un cuerpo que simula inercia pareciera replicarse en la engañosa brevedad de este texto de Cozarinsky, que encierra una profundidad que es el mismo tejido de ese relato: la corporización escritural de fragmentos que buscan enterrar la niñez cubriéndola de escritura.

Por eso es que importa tanto esa concentrada concisión como un indicio para el intento de desarmar, sacar a la niñez de su inapelabilidad como relato. El propio inicio, que lleva por título «Elegía», acarrea la potencia del subjuntivo como modo verbal en análogo vínculo con ese deseo de escribir algo de todo eso otro que no fue pero es, o quiere ser, en la escritura:

Él odia al niño que fue.

Decide vivir los años de vida que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer. De ese niño espera que le devuelva una mirada que descubra el mundo, aunque solo fuera el mundo estrecho y mezquino en que creció.

Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vida, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y solo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite.

Si pudiera.

En esa muerte elegida, en ese entierro de la niñez, como dije antes, por la escritura, son los fragmentos –como forma que corta la linealidad que se supone comienza con la infancia y gradualmente lleva en la teleología de la vida a la madurez– los que sostienen ese otro modo de explorar los destellos de la tachadura de lo pasado como originador de un presente ineludible por su propia impronta anterior.

Un desvío que se me hace propicio aquí es el mismo comienzo de un texto homenaje a Roland Barthes escrito por Cozarinksy en 1980. Esa memoria comienza con un epígrafe de Sade, Fourier, Loyola, donde Barthes proponía «el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconciliables, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada» como «única reacción posible» a la ideología burguesa y que Cozarinsky llama en ese texto una «epifanía personal». Como en Borges, como en Benjamin, Cozarinksy lee en Barthes al «escritor ‘en’ ladrón que maquilla una mercadería robada» (109), así como él mismo lo hace en Niño enterrado. Una cita, por ejemplo, de la novelista italiana Anna Maria Ortese sigue inmediatamente la «elegía» inicial: «¿Quién, de los niños que yacen en la tumba de una carne adulta, de una voz madura, pudo alguna vez volver atrás? ¿Quién pudo? ¿Quién?» (11). «Tumba de una carne adulta, de una voz madura» decía Ortese, la escritura es el mecanismo por el que la madurez ha decidido desarmar esa condición

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