lunes, diciembre 22, 2014

Alt Lit, una nueva sinceridad

Tendencia. En la línea de esta nueva narrativa estadounidense, cuatro jóvenes autores argentinos ensayan modos de narrar las relaciones, la alienación y el hastío contemporáneo.

Fragmentos de la nota de Diego Erlan en Revista Ñ (nota completa en el link)


Un profesor al que acaban de echar del trabajo despierta en el pelotero de un Mc Donald’s. Un escritor indie vuelve a su pueblo donde todos parecen odiarlo y en un bar paranoiquea con que lo podrían matar. Un policía amable arresta a una chica por manejar ebria y después la alcanza hasta su casa. Otro personaje llega a su casa cargando el hastío. Insulta a su vida. A su padre. Se pregunta si acaso podría cogerse a su tía. “Sos una mierda”, piensa el personaje cada vez que se mira en el espejo y no puede dormir. Son personajes trazados por Sam Pink, Noah Cicero, Lily Dawn y Jordan Castro. Estos autores son parte de la nueva narrativa estadounidense conocida como la Alt Lit.
(…)

Entre el hiperrealismo y el absurdo

Una serie de novelas argentinas recientes, que atraviesan esta “nueva sinceridad” contemporánea, conducen a una pregunta inevitable: ¿podría hablarse de una Alt Lit en la Argentina? Veamos. Novelas como Te quiero , de J. P. Zooey, Scalabritney de Martín Zícari, Los catorce cuadernos de Juan Sklar o incluso Merca del autor llamado simplemente Loyds son novelas que hablan del sistema y sus dinámicas sociales, de la alienación, de la forma falsamente colectiva de relacionarnos. Internet democratiza los vínculos pero también aísla. Es el confinamiento en el que se encierran los personajes que inundan estos libros. Un retrato de la época. De la abulia y el hastío que dan cuenta de un momento y producen un efecto (a veces demoledor) en el lector.
Separemos estas cuatro novelas en dos grupos. Por un lado Zooey y Zícari. Por otro, Sklar y Loyds. Empecemos por el hiperrealismo que proponen estos últimos.
(…)
Zooey y Zícari, por su parte, proponen un realismo aturdido, extrañado, donde abundan las mentes en fuga y el delirio de ciertos elementos sumergen a Zooey y a Zícari en un virtuoso diálogo generacional. La escena en la pizzería Kentucky entre Bonnie y Clyde con la que empieza Te quiero (Páprika), podría citar el comienzo de Tiempos violentos : Tarantino eje del canon de una estética contemporánea. El enigmático J. P. Zooey, luego de Sol artificial y Los electrocutados , vuelve con un relato delirante, rítmico y frenético protagonizado por dos personajes algo paranoicos, con diálogos chispeantes y atisbos de absurdo. Clyde escribe y discute sobre los clásicos, la literatura posmoderna y la crítica literaria. Bonnie está obsesionada con los asaltos y las formas de hablar de los “pibe Face”. Si tuviera una banda de sonido, en Te quiero debería sonar todo el tiempo Babasónicos: una música sin prejuicios que teje imágenes insospechadas, una tras otra, entre la ilusión y la desfachatez, produciendo desfasajes casi imperceptibles (“paguemos algo que todavía no rompimos/ para que luego no nos vengan a frenar”, canta Adrián Dárgelos en la letra de “Tormento”). Zooey, de algún modo, entabla una discusión directa con la estética que propone Tao Lin y el grupo de la Alt Lit: “La literatura posmoderna es fácil, dice Clyde, cualquiera escribe con ironía y socarronería, cualquiera puede burlarse de sí mismo. Hay que leer a los clásicos, Faulkner, Stendhal, Thomas Mann, a los que sostenían una palabra desde el comienzo hasta el final de las trescientas o quinientas páginas. Hoy todos quieren ser ingeniosos y paródicos. Tienen el yeite del ingenio, pero están muertos. Están todos muertos.” Scalabritney (Entropía) se desarrolla en el chisporroteo de una mente en fuga, de un protagonista con rasgos similares a los de Dani Umpi. Suerte de melancolía naivë y sentimentalismo posmo, Zícari construye su relato a través de filtros: como los flujos de la imaginación o el filme (“mentalmente, esto es una película”). En el núcleo del libro de Zícari está su idea de “una aventura indie”: consumo pop para una travesía emocional. Aburrido, el protagonista sólo encuentra que puede refugiarse “en la actuación, el canto, el baile y la sobreexpresión de todo lo que siento arriba de un escenario para poder sobrevivir en este mundo hostil”. Si en Te quiero suenan los Babasónicos, en Scalabritney se escucha la música de los DJ’s Pareja. El personaje de Zícari (más conservador, menos desesperado) quizás sea el más cercano al protagonista de Los catorce cuadernos : alienación, soledad y una búsqueda infructuosa de la felicidad, sin saber muy bien de qué se trata eso.

Vanoli y Lolita Copacabana entienden que tanto Zooey como Zícari intentan construir una cierta espontaneidad vinculada a los recorridos urbanos. La movilidad y ciertos escenarios muy reconocibles son palpables en ambas novelas. Escribe Zícari: “...me acuerdo de mi proyecto de baile en los espacios públicos para el taller y ahí nomás saco la cámara digital y se la doy a un pibe re lindo que estaba al lado mío y le digo que soy estudiante de un taller para el cual tengo que hacer un trabajo de experimentación literaria usando la problemática entre las esferas pública y privada de la vida de uno mismo como escritor con el fin de pervertir alguno de los géneros establecidos por los cánones literarios y si él por favor podía filmar las caras y gestos y expresiones corporales de la gente mientras yo bailaba con los ojos cerrados en el espacio para discapacitados que nunca se usa y siempre está vacío”.

Hay algo en común en estas cuatro novelas: Internet. No se trata de una fuente de preguntas sobre las maneras de narrar en tiempos de digitalización de las interacciones o de la experiencia, sino que está incorporada a través de un doble movimiento: naturalizándolo en la cotidianeidad y construyendo con ella una relación singular. Podría arriesgarse, a modo de conclusión, que si bien el efecto 11 de Septiembre fue la expresión de una nueva sensibilidad en el centro del mundo global, en la periferia, en tanto, esa misma sensación del derrumbe de las certezas se anticipa ya en los años 90 y se metamorfosea, primero como tragedia y ahora como comedia. Tanto Sklar, Loyds, Zooey como Zícari intentan entender las gramáticas sociales. A veces con ejercicios de lenguaje, otras con una mera perspectiva sociológica, estos autores posan para una selfie literaria: son ellos y su mundo. Realistas por opción, cada una de estas novelas elige su modo de extrañamiento. Y con sus diferencias, coincidencias, derrapes y pretensiones de singularidad, se manifiestan como una manera de expresar el hastío, el desencanto y el sinsentido contemporáneo. Desde luego, no son las únicas.

Revista Ñ, 15/12/14

viernes, diciembre 12, 2014

Exilio, silencio, astucia

Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) reúne artículos de Marcelo Cohen en torno al oficio de traductor, que el autor desempeñó durante 20 años en España. Dicha experiencia es la que reconstruye, entre otras cosas, este libro ineludible sobre el arte de traducir.
Por Germán Lerzo para Revista Invisibles

“Hay una raza de hombres a la que debo, presumiblemente, pertenecer,
que no baila más que con la música de lo incierto.”

J.J. Saer, En el extranjero




Rara vez los lectores tenemos la oportunidad de conocer la intimidad del oficio del traductor. Sospechamos que se trata de una vida atravesada por el lenguaje o, mejor dicho, por una atención minuciosa en torno al uso de las palabras, y una memoria vasta acerca de los diversos significados de un término. Esa experiencia suele ser lo que constituye, al mismo tiempo, el dominio de un oficio muy arduo y mal remunerado, al que una persona se puede dedicar, pongamos por caso, la mitad de su vida, como un médium que conecta a un autor extranjero con su lector más remoto, franqueando el abismo existente entre dos lenguas y dos mundos.

Música prosaica, (cuatro piezas sobre traducción) del escritor y traductor Marcelo Cohen, permite acercarnos a ese universo personal que combina elementos de la autobiografía (como el exilio en España, donde Cohen fue traductor) con argumentos sólidos en torno a la traducción, al ritmo de la prosa, a la liberación política mediante un uso particular del lenguaje y a la tensión interna del yo ante los intentos de despersonalizarse. Los cuatro ensayos que integran el libro conforman una unidad bien homogénea a pesar de que se trata de una recopilación de artículos que fueron publicados en diferentes revistas culturales. Como resultado de más de veinte años de oficio que no cesa, Marcelo Cohen tradujo más de sesenta libros y una variada lista de autores: Shakespeare, Henry James, F.S. Fitzgerald, T.S.Eliot, Stevenson, Pessoa, William Burroughs, James Ballard, Ray Bradbury, Martin Amis, Chris Kraus y A.R. Ammons, entre tantos otros. Incluso lo ha sobrado tiempo para desarrollar una obra personal tan prolífica como la de los autores mencionados.
En Música prosaica la reflexión en torno al lenguaje siempre se basa en una experiencia personal que la sostiene. El exilio, los veinte años que el autor pasó en España (1975 – 1996) como traductor profesional marcan gran parte de su experiencia y de las anécdotas que reconstruye. Dueño de un estilo y una prosa impecables, Cohen no deja de lado cierta dosis de humor y lucidez analítica para describir el malestar de un traductor argentino ante las presiones de los editores españoles, quienes miraban a los latinoamericanos con “afable socarronería” por el uso de un español impuro, de segunda mano. Cada tanto nos regala definiciones sobre esa tensión que le “provocaron una erupción de fundamentalismo rioplatense” contra el español peninsular: “Los españoles y yo decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras”; “Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna”.

Ritmo y sentido
El primer ensayo, "Música prosaica", publicado en el N° 4 de revista Otra Parte, empieza con una comparación entre los cambios físicos, el cosquilleo en los dedos, que se siente durante una jornada de traducción y la actitud del músico a la hora de tocar su instrumento para interpretar una melodía ajena. Sólo que traducir es hacer música con palabras, tratando de captar el ritmo sin perder de vista el sentido de lo que se traduce. “Media la jornada y el original dice: If you probe in the ashes, they say, you will never learn anything about the fire. Yo traduzco: Nada aprende sobre el fuego, dicen, el que hurga en las cenizas. La inversión de la frase salió de corrido, y la i acentuada de “cenizas” no desmerece la de “fire”. Así el traductor pretende que está ejecutando una partitura, incluso tocándola de memoria; pero mejor, porque en vez de desplegar la maestría dominante del ejecutante se deja poseer, no exactamente por el original, sino por el lenguaje primordial en cuyo pneuma todos los idiomas serían uno, como la música. Claro que si bien nada le quita lo bailado, todos los días descubre la falacia.”
Esta introducción es la que le permite analizar la función que adquiere el ritmo y la música tanto en la poesía como en la prosa. En poesía, dirá, el ritmo y la cadencia musical del verso tienen la misma importancia que el sentido y la razón para la prosa. La emoción que intenta provocar el lenguaje poético se opone a la transmisión de información del discurso narrativo: “La prosa sobrelleva adustamente la discordia entre sonido y sentido, y la fatalidad artísticamente oprobiosa de referir y transmitir información.” Así, el ruido en la narrativa es lo que no comunica significado ni está en función de provocar un efecto. Por eso, Cohen coincide con Ezra Pound para quien la percepción del intelecto se da en la palabra, y la de las emociones en la cadencia. El oficio del narrador, y por qué no del traductor, consiste en “encontrar en la música el pasaje entre sentimiento y razón”. Finalmente, recupera el concepto de perfomance, un conjunto de movimientos minúsculos –tempo, yuxtaposiciones, aliteraciones, variaciones de tonos– que, combinados, conforman una gran ejecución. A través de la composición es que la prosa puede encontrar su vía en la música. El primer párrafo de "El niño proletario", de Osvaldo Lamborghini, donde el ritmo y el sentido están perfectamente unidos, sería para el autor un ejemplo de eso.

La política de la lengua
En el segundo ensayo, que es el más autobiográfico y político de todos, "Nuevas batallas por la propiedad de la lengua" (publicado en el Nro. 37 de la revista Vasos comunicantes) expone ciertas perplejidades sobre el lenguaje mostrando el vínculo estrecho entre la condición del exiliado y los avatares a que se sometía su identidad y su idioma, durante el período que pasó como traductor en España, donde las políticas localistas del verbo le exigían cambios que tendían a españolizar sus versiones. “El español ambiental me alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible emancipación… Yo quería desintegrarme, sí, pero conservando la voz”.  Ese control de calidad a que se sometía para depurar el texto de una supuesta argentinidad, provoca una “guerra fría” entre Cohen y sus editores por la propiedad de la lengua, ya que “no sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor”.  Para el autor, ellos confundían el presente perfecto con el pretérito indefinido, y no hacían distinción entre el pronombre de objeto directo e indirecto, “se creían llanos pero pensaban sin precisión”. En virtud de esto, Cohen desarrolla una práctica de resistencia que consiste en introducir sutilmente expresiones propias de “una argentinidad de incógnito” que pasaran desapercibidas para el ojo de los censores. Este ejercicio de astucia es lo que define un impulso de liberación política que, cuando el autor regresa a la Argentina, se invierte completamente. Si en España intentaba mantener su voz rioplatense, aquí no disimulará en su lenguaje diario la impronta española: “Yo decía vale en vez de bueno o está bien, calabacín en vez de zapallito. (…) En un extranjero los deslices son simpáticos, en un argentino son vanidad o alta traición.”
Por eso, en el siguiente ensayo expone los motivos que lo llevan a asumir esa actitud ambivalente, en la que se fusionaban por medio de una esquizofrenia lingüística, esos Dos o más fantasmas que anidaban en su personalidad, el fantasma del que habría sido sin dejar Buenos Aires y el que podría haber sido si se quedaba en España. Afrontar esa experiencia binaria se transforma en un plan político que “consistía en infeccionar la expresión argentina de impertinencias, tanto locales como tomadas del tronco central del español.” Desestabilizar desde adentro el argentino estándar y el español peninsular le permitía aceptar también que las transformaciones en la lengua son resultado de las bifurcaciones del individuo o de la suma de diferentes personalidades sometidas a los cambios que se experimentan a lo largo del tiempo. El poema de A. R. Ammons “Easter Morning” que cita al comienzo del artículo es el disparador de esta idea sobre las vidas perdidas de un individuo que alguna vez se enfrenta a la interrogación fantástica acerca de quién hubiera sido si hacía o no hacía tal cosa. Así la experiencia es un acto de pérdida y reconciliación que se cristaliza en el uso del lenguaje.
 
Cuestiones de estilo
Finalmente, el artículo “Persecución. Pormenores en la mañana de un traductor”, publicado en el Nro. 29 de revista Otra parte, da cuenta de una jornada de trabajo con la traducción de I love Dick, de Chris Kraus. Mientras corre el día, y trabaja en su casa, se indigna con la redacción de los diarios; traduce, progresa con las páginas de la novela, tiene momentos de duda, consulta el diccionario, busca referencias en internet, y se decide por alguna de las distintas variantes que encuentra a una misma expresión.  Se trata, lógicamente, de una jornada de trabajo en la que se debe aprovechar el tiempo al máximo para obtener un mayor beneficio económico: “Tengo que hacer no menos de ocho páginas si quiero que la jornada rinda. Hay que sudar tinta más horas si quiero comprarme tiempo para escribir” (subrayado en el original). Salvando las distancias, esta dimensión económica del trabajo nos recuerda las palabras de Arlt en el prólogo a Los lanzallamas, donde explica que sólo puede escribir en el tiempo que le sobra en la redacción del diario: “Escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. (…) El estilo requiere tiempo”. Con la diferencia que para Cohen “escribir es un lujo gratuito” comparado a traducir que es un lujo mal remunerado: “Trabajaría más cómodo para Argentina; usaría coger en vez de follar, si pudiera llegar a fin de mes con las infamantes tarifas locales.”
Al mismo tiempo, abre la reflexionar sobre un tema no menor dentro del círculo de traductores, y es aquél que gira en torno al descrédito de las traducciones españolas, cuyos detractores suelen basarse en una cuestión léxica (el uso de expresiones como coño, cerilla o gilipollas, por citar algunos ejemplos). Para Cohen las diferencias de expresiones locales en la variedad del español no son de léxico: “La concepción de un mundo local está inscrita en la entonación, la prosodia, en los usos de los tiempos verbales y los pronombres demostrativos, en el montaje de la frase. La diferencia es entre ¿Ha traído usted un mechero, Ailín?, con inflexión en «mechero», y Ailín, ¿usted trajo un encendedor?, con acento suspicaz en «trajo».” Según el autor, “algo mucho más político se pone en juego en estos detalles que en importar coño.” Por eso aclara más adelante que la ilusión del idioma neutro a la hora de traducir no sea una solución viable, sino “una mezcla de variedades léxicas y entonaciones” ya que cada traducción no establece un vínculo con una identidad cultural basada en localismos, lo establece “con la lengua politonal creada por la historia y el corpus de traducciones”. Esos cambios, desviaciones y lentas metamorfosis en el tejido del idioma son los que pueden asegurar la vigencia de una lengua, y no “la alianza entre la Real Academia Española y los grandes grupos editoriales” preocupados por dictar normas centralistas que imponen al resto de los países de habla hispana.  El resultado de una mezcla inesperada de expresiones y tonos es un camino posible para el hallazgo de ese lenguaje primordial en cuyo centro todos los idiomas serían uno, como en la música.

Revista Invisibles, 12/2014


jueves, diciembre 11, 2014

La comemadre, de Roque Larraquy

Sobre la edición española de La comemadre (Turner) en la web El placer de la lectura

Por Rafael Martín



La editorial Turner ha inaugurado nueva colección para, dice, dar cabida a historias inverosímiles, voces nuevas o textos experimentales: El cuarto de las maravillas. Lo ha hecho con ‘La comemadre’ del argentino Roque Larraquy, un texto con tal aire de rareza, portento y excentricidad que no cabe sino considerarlo como objeto indispensable para ese catálogo alternativo. Y como en esas carpas donde se exhibían monstruos vivientes y deformaciones antinaturales, Larraquy hace de maestro de ceremonias de una función cargada de crueldad pero que el humor y la ironía convierten en simplemente delirante.

Separadas por un siglo de distancia, las dos partes de la novela inciden en los excesos a los que puede conducir la búsqueda descontrolada de notoriedad o espectáculo, tanto en el campo de la ciencia como en el del arte: las dos formas más humanas de expresión. La primera parte se desarrolla a comienzos del siglo XX en un sanatorio de la provincia de Buenos Aires. Allí, un grupo heterogéneo de científicos se dispone a investigar qué ocurre en esos nueve segundos durante los cuales, dicen, una cabeza separada de su tronco aún sigue con vida. Quieren, así, tener noticias de primera mano del más allá. Los voluntarios para el experimento los encuentran entre enfermos terminales de cáncer a los que han atraído con falsas promesas de una curación que, los mismos médicos, acabarán por descartar.

El carácter ingenuo y siniestro de clásicos de la ficción científica como ‘La cabeza del profesor Dowell’ de Aleksandr Beliaiev, deviene aquí en lúdico y mordaz por obra de un estilo sincopado, con cambios de ritmo que conducen a la sorpresa de un requiebro o al abrupto final de una frase. Pero además, Larraquy se asegura el efecto festivo del texto con las peripecias de unos personajes más interesados en llamar la atención de la enfermera jefe que en trascender los límites del conocimiento.
En la segunda parte, el narrador es un reconocido artista multimedia que conforme corrige el borrador de una tesis sobre su figura, nos va dando a conocer su biografía. Se nos informa, así, de una precoz habilidad para el dibujo y de un sobrepeso desmesurado que, además de presentar al protagonista como doblemente prodigioso, lo arroja a una adolescencia marginada. Su producción artística iniciada con la exhibición de un niño de dos cabezas, continuará su morboso desarrollo incluyendo extremidades humanas en la elaboración de instalaciones efímeras cada vez más exigentes, cuya compleja inutilidad recuerda a la de los extraños artefactos descritos por Raymond Roussel.

Poco a poco iremos encontrando conexiones tanto entre los protagonistas de las dos partes del texto como entre las obsesiones que los mueven, como esa tendencia al uso fraccionado del cuerpo humano, ya sea mediante vivisección o amputación, o el repetido legado de unas ranas metálicas en cuya consideración de juguete para ciegos creyó ver el joven receptor una insinuación sobre su futuro. Pero el más inquietante de los vínculos es la presencia reiterada de la comemadre, una planta que produce larvas microscópicas capaces de devorarlo todo casi sin dejar rastro, y que viene a solucionar el problema de la acumulación de cuerpos en el sanatorio y a facilitar la desaparición de víctimas de la mafia.


Como ven, un argumento enloquecido pero lleno de sugerencias y quiebros, tan desquiciado como alguno de Boris Vian o Flann O’Brien, y al que el lenguaje con toque porteño  de Larraquy convierte en un texto singular y sorprendente.

El placer de la lectura, 12/2014

martes, diciembre 09, 2014

Macelo Cohen x 2

Los Inrockuptibles Revista



Que un autor de la talla y la trayectoria de Marcelo Cohen publique dos nuevos libros con pocos meses de diferencia es sin dudas un hecho para destacar. Y qué libros. Por un lado, sus Relatos reunidos (Alfaguara), un compendio de su producción ficcional breve ordenada en dos grandes grupos, según se trate de los “Cuentos de este mundo” o de los “Cuentos del Delta Panorámico”, priorizando esta división y no el criterio cronológico. Retocados apenas, el tomo da la posibilidad de meterse de lleno en la prosa de uno de los autores más prolíficos y fascinantes de la literatura argentina actual. Por otro lado, también vio la luz Músicaprosaica (Entropía), un exquisito volumen que reúne sus ensayos sobre la traducción, oficio que ocupa a Cohen hace décadas y sobre el cual tiene mucho para decir. Este también fue el año en que la revista Otra Parte, dirigida por Cohen junto a su mujer, Graciela Speranza, dejó de salir en papel después de diez años ininterrumpidos, para hacer base en la web y actualizarse cada semana con reseñas culturales. Infatigable.

Los Inrockuptibles, diciembre 2014

martes, noviembre 18, 2014

Tercera dimensión

La Serenidad, de Iosi Havilio, en No-Retornable

Por Anita Gómez.



“Concentrarse sería una solución, un buen libro, poemas duros, modernos de verdad, una novela posta, inglesa, americana, le gustaría tener entre manos una historia que lo transportase lejos, a un paisaje nevado helador de gargantas, falsa calma en las mañana más desoladora.” Eso mismo que le hubiese gustado a El Protagonista, es lo que le reclamé a la novela. Al menos en los primeros tres capítulos.

Empecé a leerla en un momento tumultuoso. En los que todo parece suceder al mismo tiempo. Cuando toca vivir la sensación de que recibís buenas y malas todas juntas, palas de grúas, volquetes de sucesos, y uno con ganas de decir: “Ey, más despacio, amigos, uno por vez y puedo con todos.” Cuando uno es apenas conciente de lo que sucede, y subyace la posibilidad de desdoblarse y percibirse a sí mismo como el protagonista de un suceso ajeno. En medio de esas cosas, llega La Serenidad a mis manos.

Los primeros capítulos me resultaron confusos. Cuando sentía que estaba al fin entrando en el tono, la novela se enrarecía más. Hablé con el libro, me quejé. Estaba para una narración más clara, una forma más amable de contarme los hechos. Pretendía una lectura más liviana, y esta no ayudaba a aplacar mis voces. No hacía más que subir el volumen de mi mundo interno.

No podría decir que es una novela de trama. Suceden muchas cosas, en muchos niveles y en escenarios reconocibles y teñidos de un tono onírico. Acepté la propuesta narrativa y finalmente entré en el libro. La Madre es la madre, El Padre el padre. Las hermanas se unifican, aquellos del pasado vuelven para darnos alguna respuesta. Las alegorías golpean la puerta y todos somos héroes de diversos mitos.

Continué el libro con menos fastidio. Cambié el hastío por sonrisas. La historia comenzó a hablar conmigo, con mis recuerdos, con mis diálogos internos, con mis sueños, y con la realidad, con lo que tengo enfrente, desde lo más básico: teclado, pantalla, hasta lo más complejo de las circunstancias.

Empecé a disfrutarlo. La realidad se pone plana tantas veces. Olvidamos u opacamos la posibilidad de vivenciarnos en las tantas dimensiones posibles que vivimos en simultáneo. La cantidad de maneras de percibir el mundo y nuestras experiencias es tan vasta, tan rica. La novela me llevó de paseo, así como sucedía con El Protagonista, por el laberinto de mi conciencia. Desde la chance de construir mi pasado, mi presente, las expectativas, lo que potencialmente podría pasar, y todo eso que no sucedió.

“Nada de lo que había ocurrido había ocurrido, ninguna palabra había sido verdaderamente pronunciada”.

“¡Yo soy mucho más de lo que siento!”

Claro que el lenguaje es tan preciso y desbocado que hace que la experiencia de la lectura sea suculenta. Las enumeraciones son voluptuosas. “El Protagonista ve venir el tren cuando parecía que la suerte del día ya estaba echada y el futuro, una tonta inclinación a la esperanza… Hasta hace un tiempo, hubiera pensado cualquier tren como una gran equivocación… ¿Pero es eso un tren? Qué parámetros para tren tiene El Protagonista alojados en su Ser: rieles, vagones, locomotora, un furgón con asientos de papel y expresiones obscenas, el sonido típico, los chanchos, el temblor, los pasajeros, el tirín tirín tirín, Los Ringtones Más Tristes de la Historia, la fuerza indómita de La Fraternidad latiendo bajo los durmientes.”

Es abundante, una inundación de palabras de una preciosa composición. Escenas geniales como la aparición de El Padre muerto en el baño de un bar. El trío con su mujer, La Reina de La Noche y El Gran Otro. El monólogo de Bárbara, La Madre y los recuerdos de infancia. La novela tiene todo: peligro, viajes, desamor, sexo, violencia, misterio, humor.

Dialoga con imágenes y gráficos, el Diagrama de R de Lacan, por ejemplo, que plantea lo real, lo imaginario y lo simbólico, uno de los temas de la novela. Comparte título con un texto de Heidegger. Y la manera de nombrar los capítulos cual Quijote de la Mancha.

En la solapa, la foto del autor con una partitura de John Cage en sus manos. En medio de la lectura me crucé con esta cita de Cage: “La palabra experimental es válida, siempre que se entienda no como la descripción de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o fracaso, sino simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido.” La frase hizo eco en mí, y en la experiencia de lectura de La Serenidad.


De no ser por esta reseña, tal vez, hubiese dejado la lectura para otro momento, para más adelante. Qué bien que no lo hice.

Havilio, la nouvelle y después

La Serenidad, de Iosi Havilio, en Bazar Americano

Por Francisco Bitar.



Sobre el final de la nouvelle Bonsai de Alejandro Zambra, Julio, protagonista y aspirante a escritor, consigue trabajo como secretario de Gazmuri, autor consagrado. Gazmuri “ha publicado seis o siete novelas que en conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente”. Es un viejo arisco y desafiante: su secretaria anterior dice estar ocupada y su mujer –algo así como una secretaria de repuesto– está cansada de él. Es difícil conversar con Gazmuri, piensa Julio durante su primera entrevista, difícil pero agradable. El viejo lo provoca sin descanso y Julio, en el fondo, parece disfrutarlo. En un momento Gazmuri pregunta: “¿Tú escribes novelas, esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?”. No, Julio no escribe novelas. Julio no ha escrito nada digno de mención. Si el viejo escritor lo pregunta es porque desprecia la literatura que se escribe hoy en día; no le interesa conocer los proyectos de su nuevo ayudante: no le importa otra cosa que dejar sentada su posición.

 Y bien, esa diferencia entre las “novelas que en su conjunto forman una serie” del viejo escritor y “esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas” que aparecen como lo nuevo, no es una diferencia ajena a la literatura argentina. Podría decirse que, entre los últimos pesos pesados de nuestra novelística, entre Saer y Aira, la cuestión se dirime entre novelas que forman una serie, por el lado de Saer, y las llamadas “novelitas” por el propio autor, del lado de Aira.

En este mismo orden de cosas, la pregunta por qué cosa es una nouvelle no resulta ociosa, sobre todo cuando, desde Aira en adelante, encontramos una respuesta distinta por cada autor digno de atención. Una nouvelle es una cosa para Federico Falco y otra distinta para Carlos Ríos. Hay un tipo de nouvelle en Segio Gaiteri próxima a la de Falco pero diferente de una novela breve de Hernán Arias. Los poetas devenidos narradores encuentran auxilio en el género: Beatriz Vignoli, Matías Moscardi, Osvaldo Bossi. Iosi Havillo, con La Serenidad, responde a su manera a esta pregunta, y la editorial Entropía, con su nueva colección de nouvelle, actualiza la cuestión.

En términos que a esta altura podríamos llamar clásicos, hay dos maneras de encuadrar el género: la extensión por un lado y su encare dramático por el otro. En cuanto a la extensión, la medida varía de acuerdo a las intenciones editoriales; El viejo y el mar, por ejemplo, aparecería por primera vez como cuento en la revista Life pero ese mismo año Scribner’s lo publicaría en su colección de novela: un género le cabe mejor a la revista mientras que el otro calza a la perfección con el formato libro, aunque se trate en ambos casos del mismo relato. Así y todo, el lector se deja engañar aunque solamente hasta cierto punto: el mínimo puede ser de 40 páginas, según un irónico Gazmuri, el máximo con suerte excederá las 100, como ocurre con las “novelitas” de Aira. En lo que respecta al encare dramático, la cuestión merece un párrafo aparte.  

Con un género fronterizo como la nouvelle, necesitamos, para adentrarnos en su mecánica, de una aproximación a los dos polos que la sostienen y la tensan: la novela y el cuento. La novela, como todo el mundo sabe, es el relato de una serie de peripecias que juntas tienen por resultado la transformación del personaje central; el cuento, en cambio, consiste en el relato de un conflicto que incide directamente sobre un número también restringido de personajes: una pareja, dos amigos, padre e hijo, etc. En la novela, entonces, el foco estará puesto en la transformación del personaje mientras que en el cuento se hará hincapié en el conflicto que media entre ellos. En uno se trata de a quién le pasó tal o cual cosa, en el otro de qué cosa fue lo que pasó. (Es en esta intención de hacer pie en el conflicto, evitando a toda costa el fárrago psicologista que necesariamente contamina la novela, que, por ejemplo, Claire Keegan prefiere hablar de cuento largo y no de nouvelle al momento de referirse a su extraordinario relato Tres luces). A fin de cuentas, para una definición clásica de nouvelle en un sentido dramático, tampoco tendremos más opción que ajustarnos al medio justo: un número reducido de peripecias ocurridas a un número también restringido de personajes.

Y bien, en La Serenidad Havilio excede ambas medidas: supera por 40 las cien páginas (un exceso que, según Gazmuri, equivale por sí mismo a una nouvelle) y rebasa largamente el número reducido de peripecias que, según el modo clásico, atraviesan los personajes. ¿Por qué entonces los editores de Entropía decidieron incluir a La Serenidad en su colección de nouvelle? Acaso por poner de manifiesto el problema y por proponer, con el libro de Havilio, una manera singular de resolverlo: ofreciendo al lector un modo de lectura que puede acompasarse con el género. Una lectura rápida.

Los indicios de esta lectura no aparecen en el tipo de lenguaje empleado (próximo al barroco) ni en la descripción de situaciones siempre susceptibles a la fuga de la narración: ambos, barroquismo y fuga, son como se sabe dos caras de una misma moneda (aquella que se ha dado en llamar pliegue) y aparecen en las antípodas del modelo clásico de nouvelle. Estos aspectos alimentan en todo caso un tipo de lengua delirante y por momentos alucinatoria que hace juego con uno de los epígrafes del libro, ahí donde se refiere al capítulo mágico del Ulises en que Leopold y Stephen vuelven a casa.  
Las operaciones que habilitan una lectura rápida están en otra parte. Una de ellas hace a la estructura del relato, la otra a la estructura del sintagma. A la manera del Quijote, cada capítulo aparece encabezado por un resumen anticipatorio con el recuento de las acciones destacadas (nunca más de tres) que se ocupa de indicar al lector qué parte de los sucesos deberá retener. Una vez concentrada la atención en estas pocas acciones, se desocupa al lector: la lectura deja de trabajar para volverse flotante. El narrador puede delirar en paz.

Pero este delirio -como el delirio joyceano del Ulises, no el de Finnegan´s- todavía es capaz de encontrar su sintaxis; después de todo, hasta el delirio de John Wilkins puede codificarse. Y de la misma manera que en Wilkins, la sintaxis de La Serenidad tenderá a la enumeración. Constantemente se enumeran objetos (“Un mechón pelirrojo; Media docena de cargadores; Diez pares de guantes de gamuza; Un abridor articulado ‘cabeza de turco’; Tres bics negras”); acciones (“El Protagonista podría ensayar palabras con cenizas, balbucear el lenguaje estúpido de la reconciliación, convertirse en  un ciempiés que todo lo comprende”) y hasta personajes (“El Amante Del Box. El Que No Para Nunca. El Que Deja Entrar A Todos En Su Casa. El Que No Le Teme Al Destino, El Que Cualquiera Se Comería Vivo”). La enumeración, en su desencadenamiento, produce la impresión de que la lectura no cesa de progresar. En este contexto, la misma función cumplen las comas, utilizadas no de manera recursiva, como lo hace la progenie saeriana, sino progresiva, hacia delante.

Cuando le preguntaron por qué, habiendo declarado cierta admiración por los neobarrocos, su prosa aún resultaba transparente, Aira respondió que, siendo sus tramas tan enrevesadas, no podía sino conceder al lector cierto grado de claridad. Dicha claridad, en este libro de Havilio, aparece en estos dos procedimientos que son además los que traccionan la lectura, los que recuerdan al lector.


(Actualización noviembre 2014 – febrero 2015/ BazarAmericano)

lunes, noviembre 17, 2014

Autobiografía de un traductor

Música prosaica, de Marcelo Cohen, en Bazar Americano

Por Santiago Venturini.

En El aprendizaje del escritor, uno de esos “hallazgos” editoriales que suelen aparecer en las librerías con una faja sensacionalista –y que suelen ser tan novedosos como poco fundamentales–, se leen las transcripciones, traducidas al castellano, de tres encuentros que Borges tuvo en la década del 70 con los estudiantes de la Universidad de Columbia. Borges habla custodiado por Thomas Di Giovanni, su traductor al inglés, que a lo largo del libro suena como una mezcla de discípulo, tutor y enfermera del escritor. En uno de los encuentros, Borges hace una afirmación lacónica, eco de una anterior de Di Giovanni: “Hablar en abstracto de traducción no nos va a llevar a ninguna parte” (opinión sobre la que Borges se extenderá en la misma década, en el mismo país, pero en un sentido que nos llevaría a otro lado). Podría leerse Música prosaica desde esa advertencia de Borges. Porque en este nuevo título de Entropía, Cohen arma un discurso que se sostiene, todo el tiempo, en su experiencia con la traducción, en su vida como traductor profesional; una vida que ya lleva décadas y que dio forma a un asombroso catálogo de nombres traducidos al castellano: desde Jane Austen, Leopardi, Hawthorne, Machado de Assis, Henry James, Stevenson, Italo Svevo, Raymond Roussel, Fitzgerald, Wallace Stevens, Fernando Pessoa; pasando por William Burroughs, A.R. Ammons, Budd Schulberg, Philip Larkin, Clarice Lispector, J.G. Ballard, Al Alvarez, Alice Munro y Gene Wolf; hasta Martin Amis, John Harrison, Edmund de Waal, Chris Kraus, China Mieville y Teju Cole. La lista, incompleta, es intimidante.

Música prosaica reúne “cuatro piezas sobre traducción”, aunque esas piezas sean mucho más que eso. Esta breve pero atinada recopilación recoge cuatro trabajos ya previamente publicados, principalmente en revistas. Es posible rastrear la procedencia de cada una de estas “piezas” (la cual no se indica en el volumen, un detalle de edición que no hubiera estado de más). “Música prosaica”, el texto que da título al libro, apareció en el Nº 4 (2004) de Otra Parte, la revista que Cohen dirige junto con su esposa, Graciela Speranza. “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua” es un artículo publicado en el Nº 37 de la revista Vasos comunicantes (2007); una versión previa de ese texto, titulada “Batallas por la propiedad de la lengua”, había sido publicada en el volumen Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina (2006). “Dos o más fantasmas” apareció en el Nº 23 de la revista Dossier. Finalmente, “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor” fue publicado en el Nº 29 de Otra Parte.

Lo interesante es que en el paso del soporte revista al libro, la combinación y sucesión de las piezas, el montaje, articula los textos de forma perfecta esboza una especie de autobiografía del traductor. Música prosaica es, tal vez, el libro más autobiográfico de Marcelo Cohen, y esto es mucho decir para alguien que suele resistirse, en su literatura, a los encantos y tiranías del ego, del self, del yo: “el self, eso que se supone que uno es medularmente, signo de identidad irreductible y término que algunos se ven obligados a traducir como yo, es verdaderamente recalcitrante en su apego a sí mismo y a la congruencia de los relatos sobre sí mismo o sobre cualquier cosa en que se refleje”.

Las primeras líneas del libro dicen: “Soy traductor. Profesional. Esto quiere decir que traduzco varias páginas la mayor parte de los días de mi vida y que, como todo lo que uno hace habitualmente por necesidad o por elección, traducir se me ha vuelto un hábito, incluso una dependencia que no se alivia escribiendo, por más que me considere escritor”. Este inicio muestra que el pensamiento sobre traducción no se despega –ni se despegará– de una experiencia personal. Y es precisamente este derrotero personal es lo que le permite a Cohen desarrollar una visión más compleja sobre los dilemas, las apuestas estéticas y políticas de la traducción sin caer nunca en lugares comunes (tan fáciles cuando de traducción se trata). En Música prosaica se expone, en cierta forma, el origen ambivalente y la construcción de la sólida postura con respecto a la lengua y a la traducción que Cohen fue elaborando a lo largo de años, en un intercambio entre experiencia y reflexión, entre vida y pensamiento.

Esta cuestión aparece en las cuatro intervenciones, aunque hay dos en las que la elaboración de esa postura se logra a través de un movimiento destacado. La primera es “Nuevas batallas sobre la propiedad de la lengua”. En el texto, Cohen comienza por su vida en España, desde 1975 hasta 1996 –“es una patraña que veinte años no son nada”–, país donde se acercó “irresponsablemente” a la traducción, tradujo “más de sesenta libros, la mitad muy buenos” y escribió doce. La condición de traductor argentino en España desató en Cohen un conflicto: “la tensión entre los deberes del exiliado para con su verbo raigal y la obligación de traducir para el idioma de la península” lo llevaron a una lucha por la propiedad de la lengua y le enseñaron algo para siempre: “comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que piense con frecuencia y alguna profundidad en el lenguaje puede no desembocar en la política, o cambiar su manera habitual de pensarla”. Esta batalla por la lengua tuvo diferentes episodios y etapas: desde la devoción por la “lengua uterina”, “el fundamentalismo rioplatense”, “la negativa maniática a españolizarme”, hasta la configuración de una lengua híbrida de la traducción, una lengua de mezcla, un “mejunje” hecho de “injertos, desvíos, erupciones en el lenguaje que se me imponía” capaz de escribir en una lengua aceptable para la norma peninsular pero alejada de las formas ibéricas más usuales. Es decir, la construcción de “una argentinidad de incógnito y (…) una hibridez distinguida”. Algo que el Cohen traductor pudo sostener hasta su vuelta a Argentina, momento en que se produjo un nuevo desajuste al enfrentarse con la lengua actual de su país de origen. La solución no fue aclimatar su lengua híbrida para lograr la aceptación de los lectores vernáculos, sino conservar esa hibridez y su apuesta política: “estoy seguro de que mis traducciones no suenan menos raras de lo que sonaban en España. Lo hago adrede, claro. No es una veleidad. Es otra vez el intento de que el cuerpo de las traducciones de un período sea un lugar, un espacio sintético de disipación de uno mismo en una cierta multitud de posibilidades, de comprensión de la identidad como agregación. Pero no un lugar enajenado, ni protector, ni preservado; porque si algo concluí de tantas escaramuzas es que un espacio hipotético se vuelve banal si no se ofrece como ámbito de reunión, de comunidad, de ágape; si no intenta crear tejido fresco en el gran síntoma del cuerpo extenso que somos. Creo que lugares así, traducciones o ficciones digamos peculiares, son también encuentros de voces, de multitud de voces, y centros desechables, locales pero siempre provisionales, de agitación de la lengua del estereotipo, ahora cada vez más internacional, en pro de una expresión polimorfa”.

La última intervención que incluye Música prosaica, “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor”, es un ejercicio de lucidez. El texto reconstruye en presente la rutina de un día de trabajo, centrado en la traducción de I love Dick (Amo a Dick), novela de la escritora norteamericana Chris Kraus que Cohen prepara para la editorial española Alpha Decay. A lo largo del artículo, Cohen se enfrenta a las oraciones de la novela de Kraus, mide cada verbo, cada adjetivo, cada giro; propone una traducción, fracasa, después lo logra y se conforma; avanza y mientras el mundo se mueve alrededor: llaman por teléfono, su cuerpo le pide azúcar y come compulsivamente unas frutas, suena el timbre y tiene que bajar a abrirle al medidor de gas; se distrae con diferentes búsquedas en internet; más tarde, su mujer le pregunta desde abajo qué está diciendo –pero es él, hablando en voz alta con su traducción–; se hacen las dos y media de la tarde y baja a almorzar. A lo largo de las horas de trabajo interrumpido, Cohen aborda diferentes cuestiones: elabora una crítica al deficiente uso público de la lengua que exponen las noticias de un diario; habla sobre la dificultad de vivir como traductor profesional en Argentina, debido a “las infamantes tarifas locales”; hace referencia al modo en que las tecnologías facilitan el trabajo del traductor –aunque aclara que en el ansioso mundo de la cultura online “lo que se ahorra en manejo de papeles se pierde en distancia lúcida con el texto”–; reflexiona sobre las formas locales en la traducción (y el desprestigio de las traducciones españolas). En relación con esta última cuestión, Cohen sostiene que “la traición a la localidad” que pesa sobre todos, puede hacerle creer equivocadamente al traductor que la única solución válida es la exacerbación de lo local, olvidando que, en realidad, la diferencia entre las formas locales de diferentes variedades del español no radica tanto en el léxico –poner coño o concha en una traducción– como en cuestiones de prosodia, de tiempos verbales y pronombres, es decir, en el “montaje de la frase”. En este punto, Cohen vuelve a repetir su credo: “mi ilusión no es el ya descartado, imposible idioma neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones”; una forma de traducir que no se define en relación con una “identidad cultural basada en localismos” sino con “la lengua politonal creada por la historia y el corpus de las traducciones; es ahí donde la riqueza de la tradición se deja revolver por las novedades y contravenciones”. Es por esto que, hacia el final de esta última “pieza”, Cohen establece con claridad una responsabilidad política del traductor: la duda ante la lengua. “El traductor tiene el privilegio de un uso público de la palabra. Doble responsabilidad. Por eso duda (…) la traducción es un amparo para lo único que cualquiera puede lesionar impunemente. Si una gran tarea política del presente es hacernos una idea de qué urge eliminar de la lengua, qué destruir y reciclar, qué guardar y poner a disposición, si se trata de razonar cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, el traductor puede esbozarlo porque está acostumbrado a dudar entre palabra y palabra”. Después de esta afirmación nada menor, Cohen retoma su almuerzo y la charla con su mujer, y tanto el libro como nosotros quedamos afuera de esa vida en la que el traductor sigue atento a la lengua, bajo el aspecto de un hombre convencional.

(Actualización noviembre 2014 - febrero 2015/ BazarAmericano)

El (difícil) arte de traducir

El escritor y traductor argentino, Marcelo Cohen, publica "Música prosaica", una recopilación de ensayos en los que reflexiona sobre su oficio, ése que le ha permitido traducir a autores como Shakespeare, Ballard, Austen y Pessoa.

Por Diego Zúñiga para Revista Qué Pasa



La lista es larga y sorprendente: William Shakespeare, T.S. Eliot, Clarice Lispector, Francis Scott Fitzgerald, Raymond Roussel, Bradbury, Ballard, Pessoa, Austen, William Burroughs y un largo etcétera, en el que podríamos seguir enumerando escritores notables a los que leímos, muchas veces, gracias a un hombre en particular, un traductor argentino, un narrador deslumbrante: Marcelo Cohen (1951).

Puede que a muchos lectores chilenos su nombre les resulte desconocido, pero si revisan en sus bibliotecas es probable que lo encuentren en muchos de los libros más valiosos que han leído. Cohen: un escritor argentino que se fue a vivir a Barcelona en 1975 y que desde allá hizo su carrera de traductor, trabajando para editoriales grandes y también independientes: traducciones desde el inglés, el portugués, el francés. Novelas, cuentos, poemas. Paralelamente fue escribiendo y publicando una serie de libros que lo convertirían en uno de los narradores más particulares de Latinoamérica: algo de ciencia ficción, una narrativa más fantástica, un lenguaje propio que se puede apreciar desde su primera y extraordinaria novela, El país de la dama eléctrica, hasta Relatos reunidos, que publicó este año Alfaguara -y que ojalá algún día llegue a nuestras librerías-.

Este mismo año, también, publicó el que es probablemente su libro más personal: Música prosaica (cuatro piezas sobre la traducción) (Entropía), una recopilación de cuatro ensayos en los que reflexiona sobre el arte de traducir, sobre lo que significa trabajar con las palabras. Cohen se detiene en el sonido que esconde toda escritura imprescindible e intenta desentrañar el misterio que hay detrás del ejercicio de la traducción: las certezas y las contradicciones que surgen, que le surgieron a él mientras se formaba como traductor y trabajaba para editoriales españolas que le pedían textos que serían leídos por españoles, es decir, editoriales, muchas, que estaban en contra de las traducciones latinoamericanas que llegaron a sus librerías en los 50 y 60, cuando estaban en dictadura.

A Cohen le tocó ser parte del renacer de la industria del libro en España. Y fue en ese escenario donde se encontró con la “tendencia de las grandes casas editoriales a aplanar las traducciones -atenuando relieves estilísticos, reduciendo y segmentando las frases con más de una subordinada- para facilitar el acceso de los consumidores al libro”, explica. Le tocó vivir ese momento en que los editores, influenciados por esa costumbre española de doblar todas las películas extranjeras a una lengua neutra, empezaron a exigir, justamente, esa fórmula, esa lengua neutra para sus traducciones.

Cohen, un escritor absolutamente consciente de su tradición, de su lengua argentina, rioplatense, se debatió entonces en cada traducción que hizo, en cada momento en que debió elegir un modismo o alguna frase que lo hizo dudar.

Sin embargo, descubrió que esto iba más allá de escribir chaval, gilipollas o cerilla. Cohen explica: “Las diferencias importantes entre el dialecto español central y los dialectos sudacas no son léxicas, sino las relativas al orden de los elementos de la frase y sus consecuencias en la entonación, (...) la preferencia por ciertos tiempos verbales y las respectivas obediencias o desacatos a las normas y tradiciones”. Es decir, más allá de palabras inusuales e incómodas, el problema está en la construcción de las frases, en el montaje, en el asesinato del estilo en pos de un texto plano y comprensible. Y agrega: “Mi ilusión no es ya el descartado, imposible idioma neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones”.


Él, que creció en Argentina y que vivió más de 20 años en Barcelona, sabe de esa mezcla de variedades léxicas y entonaciones. Basta leer sus traducciones, basta leer su ficción, basta leer Música prosaica. Hay pocos ensayos, publicados en el último tiempo, en los que se reflexione tanto -y con tanta lucidez- sobre el problema de la lengua, de la escritura, de lo político que hay detrás del lenguaje que hablamos y escribimos.

Revista Qué Pasa, 13/11/2014

miércoles, noviembre 12, 2014

La traducción como loop

Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) en el suplemento Cultura del diario Perfil.


Por Mariano Vespa.

Intervenir, resignificar, jugar, traicionar. El enjambre verbal que acompaña al oficio de traducir es variado y remite a su esencia. “Los dedos inquietos están manifestando una nostalgia de la música muy típica de los que trabajan con palabras, y se persuaden de que traduciendo la alivianan”, escribe Marcelo Cohen en el primero de los cuatro ensayos que componen Música prosaica. Ese juego traducción-imposición musical se despliega como una dialéctica que incluye la experiencia física y la mental; el ruido y el silencio; la identificación y el abandono. El segundo texto es el más autobiográfico: Cohen relata su exilio a España en 1975. Su primer trabajo como traductor en tierra ibérica fue una biografía de Indira Gandhi. Traducir, está claro, implica desplazarse. En una cruzada contra las editoriales que le imponían traducciones “gallegas” –tal como lo alertó Osvaldo Lamborghini–, Cohen entendió que el mapa no es el territorio: “Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna”.
En la tercera parte del libro, este traductor de Jane Austen, Henry James, T.S. Eliot y J.G. Ballard, entre otros, reflexiona sobre su regreso a Buenos Aires: “El que vuelve tarda en percatarse de que el intervalo subsiste: que el exilio es para siempre”. El último ensayo se sitúa en un ejercicio típico de traducción, donde refleja las elecciones gramaticales –en este caso de I Love Dick, de Chris Krauss– y muestra cómo opera el contexto doméstico y mediático en su actividad. Con un pulso riguroso pero sin dejar de lado el tempo allegro, Cohen demuestra que traducir no es sólo un problema lingüístico o paraonomástico, sino que también atañe al orden cultural.


Para la traducción de un acorde


Por Edgardo Scott.




“¿A qué traducción nos referimos?” se preguntaba Murena en un breve texto de La metáfora y lo sagrado. Cada tanto, ciertos escritores argentinos, también traductores, suelen retomar ese tema viejo y siempre decisivo. En Música prosaica. Cuatro piezas sobre traducción (Ed. Entropía), Marcelo Cohen vuelve a desplegar con originalidad y elegancia esa pregunta. Lo hace de una manera que si bien mantiene a los cuatro artículos que componen el libro dentro del género del ensayo, le permite desvíos y deslizamientos hacia zonas más autobiográficas y narrativas, que alejan cualquier idea de tecnicismo o especialización.
  
El primer ensayo –que además lleva el título del libro– explora los vínculos de la traducción con la música, y hasta podría decirse con la traducción musical. Pero esa apreciación de la música, para Cohen, es una apreciación poética. La música como lenguaje intraducible o como traducción ejemplar de la experiencia, la música como magia y representación. “Es indicativo que tantos narradores posmodernos expresen el mismo deseo de impermanencia y desposesión: que el origen del relato sea una tenue melodía”.

En los dos ensayos posteriores, y a través de un periplo autobiográfico, Cohen señala en la traducción el problema, el estorbo de la identidad. A través de anécdotas y epifanías, Cohen relata cómo llegó a “…reconocer que uno no se pertenece, que cada vida o biografía es una forma pasajera y mudable de algo que la antecede, la posibilita y la disipa al cabo, que salimos de una corriente intemporal, indiferenciada, cuyas otras formas deberían ser objeto de trato cuidadoso.” ¿Cuál es el lenguaje de un país, de una región? ¿Cuál es el lenguaje de esa ficción cambiante e incierta que sería uno mismo? Cohen afina un desguace, una amorosa disección de la identidad –que no puede ser otra que una identidad discursiva– porque esa también es tarea del traductor; y es una tarea, al fin de cuentas, de alcance político. En Buenos Aires o en Barcelona, traduciendo para Argentina o para España, Cohen detalla en esos textos su aprendizaje: “Comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que piense con alguna frecuencia en el lenguaje puede no desembocar en la política”.

El libro se cierra con el texto “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor” que pone en acto todas las ideas de los ensayos anteriores. Así, Cohen hace una crónica en tiempo real sobre la traducción de un libro; se expone y deja caer sus elecciones y criterios, nunca definitivos; “Uno siempre está en medio de una frase; y entre lo que ya escribió, y es pasado, y el descubrimiento que vislumbra cerca del punto está el momento de pugna con las palabras en un umbral: esa duda inexorable es la fatiga del oficio, pero también la dádiva.”

En “Las versiones homéricas”, Borges ya desmalezaba: “ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción.” Por su parte, Carlos Correas en El deseo en Hegel y Sartre, decía: “..es una cuestión delicada la de las traducciones, porque tal vez uno está perdiendo el tiempo leyendo una traducción deficiente, que no entiende, porque se equivoca el traductor”. Vale la pena subrayar cuando Correas dice “se equivoca el traductor”. Porque si hay error, también hay acierto. La clave, intuye y enseña Cohen, sería la duda: “Si una gran tarea política del presente es hacernos una idea de qué urge eliminar de la lengua, qué destruir y reciclar, qué guardar y poner a disposición, si se trata de razonar cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, el traductor puede esbozarlo porque está acostumbrado a dudar entre palabra y palabra.”

Después de leer Música prosaica. Cuatro piezas sobre traducción –menos una recopilación de ensayos o un instructivo manual, que uno de esos libros íntimos, felices y misceláneos– se percibe la verdadera, inmanente y luminosa dificultad de toda traducción: la continua, perpetua y desfigurada traducción que opera el lenguaje sobre la vida. Porque como tradujo Murena: “Existir. Todo lo existente es traducción”.


blog.eternacadencia.com.ar, 10/11/2014

lunes, noviembre 10, 2014

"Música prosaica", una pieza sobre traducción, exilio y literatura

Música prosaica en Télam.

En Música prosaica, Marcelo Cohen (Argentina, 1951) se adentra en su quehacer como traductor, una profesión que abraza a la par de la escritura, y que se consolidó durante su estadía en España, país al que llegó un año antes del golpe militar de 1976 en Argentina, y en el que debió abrirse camino desde su lugar de exiliado para sobrevivir.



En el ensayo, subtitulado "Cuatro piezas sobre traducción" Cohen desglosa diferentes aspectos de su vínculo con esta actividad que lo atraviesa íntegramente. Así expone las sensaciones físicas que le provoca o le sugiere la traducción, a la que define como "un intercambio de dones" y que desde el título relaciona con la música, otra de sus pasiones.

"Traducir se me ha vuelto un hábito, incluso una dependencia que no se alivia escribiendo, por más que me considere escritor. Siempre me resisto a aceptar que el hormigueo que me ataca los dedos cuando paso un tiempo sin traducir, y que se extiende a todo el cuerpo en terca búsqueda de postura, de un paso, de un repique, sea un reflejo compulsivo. No, señor. Los dedos quieren tocar", dice en la obra publicada por Entropía.

En su condición de melómano, Cohen relaciona a la experiencia de traducir con las posibilidades rítmicas que ofrece el relato literario, donde se conjugan timbre, altura, duración y volumen, y de esta manera vuelve nuevamente su mirada sobre la música, como ocurre en sus novelas Balada, o El oído absoluto.

Cruzada por el registro autobiográfico, Cohen reflexiona sobre el peso de los años transcurridos en España y relata su vivencia de "transterrado", por su falta de anclaje en ese nuevo territorio, en una vivencia similar a la del exilio.

"Viví en Barcelona hasta enero de 1996. Desde luego, es una patraña que veinte años no son nada. En esos veinte años me enamoré e hice parejas que después se rompieron, aprendí tres idiomas que no conocía, gané amigos y a veces los perdí, viví en ocho barrios diferentes, leí a la mayoría de los escritores que hoy cito más a menudo y vi las películas y escuché la música que hoy prefiero", expresa el escritor, distinguido con el Premio Konex de novela, del quinquenio 1999-2003.

El autor de La dama eléctrica, Donde yo no estaba y Gongue, entre otras novelas, desnuda abiertamente la lucha que entabló y los fracasos que experimentó al traducir obras al castellano para editoriales españolas, con los usos y modismos del español, lo que lo condujo a otra forma de exilio con su propia lengua, materia prima de su trabajo.

"Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna. Desde el punto de vista de la lengua madre, con su larga prosapia de integrismo, su centralidad imperial y teológica restituida por el franquismo... eran los latinoamericanos los que "decían mal"; los argentinos en especial voseábamos y, como ya dije, rezumábamos unos argentinismos que en la industria editorial estaban malditos", dice en su libro.

En tono de confesión, Cohen detalla además sus diatribas por el uso y propiedad de la lengua y sus pesares en torno a esta cuestión.

"El español ambiental me alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible emancipación; me mancillaba, me opacaba la voz, me anulaba como vehículo de una particularidad. Como se ve, yo estaba inmerso en una lucha por la propiedad de la lengua, y en los dos sentidos de la palabra propiedad. No sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor", escribe.

A partir de un poema del escritor norteamericano A. R. Ammons -a quien tradujo, al igual que a Clarice Lispector, John Dos Pasos, Ray Bradbury y William Shakespeare, entre otros- aborda lo que llama "la lucha terca entre el plan y la vida", entre lo que se planea y lo que luego se ejecuta, donde se pregunta cómo hubiera sido su vida de haberse quedado en Argentina, o qué hubiera sido de él si no hubiera regresado de España.

"Tengo una vida que no prosperó,/ que se hizo a un lado y se detuvo,/ anonadada:/la llevo en mí como una gravidez o/ como se lleva en el regazo a un niño que/ ya no crecerá o incluso cuando viejo nos seguirá afligiendo", dice la primera estrofa del poema "Mañana de pascua", que eligió Cohen para expresar esta cuestión.

Así, para el escritor, el poema "habla del encuentro imprevisto con el extranjero que llevamos dentro; o con el cadáver resurrecto de alguna de nuestras posibilidades eliminadas", apunta.

"¿Quién habría sido uno si no se hubiera ido de un lugar?" se pregunta Cohen, que a la vez desliza las dudas por el regreso al país, en el que se cuelan consideraciones sobre la política argentina.

En esa revisión en la que se transforma "Música prosaica", Cohen no olvida el Delta Panorámico, el territorio en el que prospera su mundo literario, y por donde transita su literatura fantástica, reunida en doce novelas, seis libros de cuentos y cuatro ensayos.

Como en un círculo que se cierra al finalizar el libro, nos sumerge en una de sus jornadas de trabajo en Buenos Aires, donde lo vemos practicar yoga, meditación, ducharse, inyectarse insulina; y luego traducir "I love Dick", una novela de la escritora estadounidense Chris Kraus.


Así, nos muestra lo vertiginoso y a la vez trivial de sus días, todo en un movimiento acelerado que finaliza con una noche lluviosa y un diálogo con su esposa "Graciela" (Speranza), la escritora a la que en gran parte le debe su regreso a la Argentina.

Télam, 2/11/2014

martes, noviembre 04, 2014

Un lírico capaz de elogiar a la ganzúa

LITERATURA › PREMIO CULTURA ARGENTINA PARA EL POETA ALBERTO SZPUNBERG



Por el aporte que ha realizado con su descomunal obra –Poemas de la mano mayor, El che amor, Su fuego en la tibieza, La academia de Piatock, entre otros libros–, la ministra de Cultura, Teresa Parodi, homenajeó al poeta de las criaturas despojadas.

Por Silvina Friera para Página/12

Nada aquerencia tanto como la palabra compañero. Se alza el poeta en estado de asamblea permanente, levanta los dedos índice y medio en alto, como apuntando al cielo de Pista Urbana, nuevo espacio cultural, y los separa hasta formar la “V” de la victoria. Después cierra el puño. Un relámpago de gestos se suceden en el aire: la “V”, el puño bien cerrado, la “V”... Es el juego limpio que juega Alberto Szpunberg cuando la ministra de Cultura, Teresa Parodi, le entrega el Premio Cultura Argentina por el aporte que ha realizado con su descomunal obra –Poemas de la mano mayor, El che amor, Su fuego en la tibieza y La academia de Piatock por mencionar algunos títulos–, una distinción que han recibido anteriormente artistas como Mercedes Sosa, Horacio Salgán, León Ferrari, Eduardo Falú y Luis Felipe Noé, entre otros. Son muchas las miradas que lo acompañan en este mediodía que rezonga por los excesos de la lluvia. “Nunca le di la mano a ningún ministro”, confiesa el poeta que “saca a pasear el bastón” por las callecitas de San Telmo, el barrio donde vive, y en estado de gracia encuentra en una paseadora de perros el principio de un poema. “Míreme bien porque creo que soy una de las últimas lectoras de poesía que les queda –le dice Parodi–. Soy una admiradora casi obsesiva de la poesía como herramienta para hacer otra música. La poesía tiene tantas músicas como lecturas y cada uno puede encontrar una. La mayor importancia que tiene la poesía es la infinita música que tiene la palabra, el roce de la palabra con la idea.”

Szpunberg (Buenos Aires, 1940), un refucilo de calidez y picardía aleteando por las pupilas, recibe el diploma y la escultura Los equilibristas de la cordobesa Victoria Lemme. “Nunca me olvido de un poeta francés maravilloso, que hoy se lee poco pero hay que recuperarlo, que es Paul Eluard. En un poema dice que la poesía tiene por meta la verdad práctica. Eso tiene resonancias un poco duras, pero a veces hay que recordarlo. La poesía también tiene que ver con la verdad práctica. En función de eso yo quiero hacer mi aporte. Como en estos momentos está en discusión, charlatanería y mezquindad el tema de la inseguridad, yo escribí ‘Elogio de la ganzúa’...”, anticipa el autor de Como sólo la muerte es pasajera, su poesía reunida publicada en 2013por Entropía. “La llave que abre/ y la llave que cierra/ son la misma llave/ adentro y afuera// ¿A la calle?, no hay problema,/ sólo al forzar se falsea;/ la misma llave te deja/ dormidito en la vereda// Pero ojo al piojo/ que el mal de ojo/ es el cerrojo”, lee Alberto el inicio de este poema inédito y celebran la ocurrencia a pura carcajadas y aplausos escritores, artistas y músicos como Horacio González, Juan “Tata” Cedrón, Tom Lupo, Eduardo Jozami, Adolfo Nigro, Juano Villafañe, Pablo Mainetti, Judit Said y Dorotea Murh, más conocida como Dolly Onetti, la viuda del escritor uruguayo.

El músico Jorge Sarraute, integrante del mítico Cuarteto Cedrón, donde tocó el contrabajo, interpreta varias de las canciones que surgieron de las juntadas en Barcelona –la ciudad del exilio– con Alberto y Luis Luchi (1921-2000) a fines de la década del 70. Entonces el piano y la voz de Sarraute bucean por las honduras de los versos de Szpunberg en “Vidalita de la casa dejada”, “Chacarera mezclada”, “Chacarera de memoria” –“chacarera que se baila, como quien sueña despierto”– y “Lo fusilaron contra un paredón del bajo Flores”. Las palabras del poeta tienen aromas y vibraciones; enhebran intimidades que bailan de boca en boca. La uruguaya Mónica Lacoste, la ideóloga parlanchina de Pista Urbana, es una anfitriona que derrocha simpatía. “Hoy tenemos la alegría enorme de haber concretado un disparate total. Sé que los que están acá son parte de esa locura, cosa que me alegra profundamente”, subraya.

–Habría que debatirlo... –retruca Szpunberg.

–¡Así son los poetas: desagradecidos! –bromea Lacoste.

–Quiero leer algo. Si lo que leo dice algo, mejor –arremete el poeta.

–Le pido que ponga riendas a su corazón, siéntese, por favor.

–Eso es imposible...

“Alberto es alguien que está recogiendo la herencia de Juan Gelman. No es exactamente lo mismo lo que él hace, pero el trabajo con la melancolía, el lirismo de los perdidos e ignorados, los grandes idiomas antiguos, el hebreo y el griego como resonancias en el castellano actual, son planos compartidos”, plantea González. “La preocupación social está tomada desde pequeños personajes frágiles que tienden a fracasar y a dejar un testimonio; su fuerza es la del gran fracaso lírico. Alberto, a su manera, con todas las diferencias del caso, es un continuador del mismo nivel de fuerza poética de Gelman, entendiéndolo como un pensador de la naturaleza en su relación con la historia, no como un teórico. En la naturaleza de Gelman hay aves de todo tipo, en la de Alberto hay gaviotas y sentencias de sacerdotes extraviados. Finalmente, en los dos hay un impulso de estudiar la historia a través del punto de vista del más frágil y de las criaturas más despojadas. Alberto es un gran poeta lírico de la Argentina contemporánea.”

La magia de Szpunberg surte efecto. Todos repiten el estribillo de su “Elogio de la ganzúa”: “pero ojo al piojo/ que el mal del ojo/ es el cerrojo”... El poeta regresa a la mesa con el diploma y la escultura y aclara: “Homenaje viene de homo, hominis, hominaticum –silabea Alberto a Página/12–. Era un ritual en la Edad Media por el cual la gente se convertía en vasallo del señor. O sea que entre compañeros no puede haber homenajes. Por eso me irrita la palabra homenaje. Esto es un encuentro en el que la asamblea permanente es posible, ¿no?; es cuestión de que alguien la convoque. La disponibilidad está, por lo menos por mi parte. ¿Y por la tuya?”.

Página/12, 31/10/2014

viernes, octubre 31, 2014

Roque Larraquy experimenta con la locura en “La comemadre”

Por Sergio Sancor.


Cuentan que la locura lleva el arte pegada a los talones. Que los trastornos mentales llevan implícitos una forma de ver el mundo que hace que la creatividad – ese término tan subjetivo – haga estragos allá por donde pasa. Pero en este mundo de locos y cuerdos, ¿quién es el que determina cuál es la raya que los separa? Roque Larraquy parece tenerlo claro: la línea que divide tu cabeza del cuerpo.
Hay veces que los libros son tranquilos. Uno va leyendo, se va empapando de la historia, y los cierra pensando que la placidez ha llegado. Otras veces, los libros son incómodos. Te hacen reflexionar sobre aspectos que llevabas guardando demasiado tiempo en el cajón. Y en ocasiones, como sucede con La comemadre, son como una bofetada tirada a dar con la mano abierta que te deja a caballo entre la estupefacción y la sensación de haber leído algo tremendo, una pequeñita joya, una canallada que se te mete dentro. Dos épocas diferentes, pero unidas por un mismo concepto: la locura. 1907, un sanatorio donde sus médicos experimentan con las cabezas – literalmente – de sus reclusos, para ver cuánto tiempo las cabezas cercenadas se mantienen con vida. 2009, un artista poco convencional – por llamarlo de alguna manera – encuentra una planta que devora la carne por dentro hasta dejarla en nada. Y aunque os preguntéis qué tiene que ver una cosa con otra, la tiene, vaya sí la tiene, pero eso habrá que dejarlo para el final.
Roque Larraquy, desconocido por estos lares, convierte aquí la experimentación en una especie de feria de los malditos en la que el juego macabro, el amor enfermo, el arte y sus conceptos, son manejados con la precisión de un cirujano para convertir a La comemadre en una historia que, parafraseando el texto, nos comerá por dentro. Lectura ágil, pero no por ello menos intensa. Pequeños párrafos, disparos directos a la cabeza, amores frustrados entre las cuatro paredes del lugar de la locura, y arte subterráneo que, aunque no se entienda, se comprende. Suele decirse que se necesita una regeneración en lo que a contar historias se refiere. Quizá esta novela intervenga en ese limbo donde los nuevos descubrimientos se mueven libremente hasta que caen en nuestras manos. Lo importante, al fin y al cabo, no es que sea alguien conocido, lo importante es que por dentro, cada uno de nosotros, los libros nos devoren. Y éste lo consigue, con creces.

La cueva del erizo, 29/10/2014

El poderoso discurso de la pseudociencia

El escritor argentino Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975) inaugura la colección Cuarto de las Maravillas, de Turner, con La comemadre.

Por Alberto Gordo.

¿Quién demonios es este Roque Larraquy?”, se preguntaba, hace algún tiempo, Ignacio Echevarría. El crítico de El Cultural terminaba de leer La comemadre (Turner), primera novela de este escritor argentino de 1975, y parecía sinceramente impactado. Atribuía su fabricación a una suerte de conjuro literario: La comemadre solo podía haber sido escrita “a cuatro manos -entre risas y a escondidas de todos- por Jorge Luis Borges y Witold Gombrowicz”. O entre Gombrowicz y Virgilio Piñera. O, decía, por un Villiers de L'Isle-Adam versionado por Paul Valéry. Era raro.

El primero de los dos relatos que componen La comemadre cuenta una historia de 1907. En el sanatorio de Temperley, un grupo de médicos inician un descabellado experimento que parte de la idea de que el ser humano vive -y puede decir cosas- hasta nueve segundos después de que le corten la cabeza. Así que instalan una guillotinas y consiguen, con espectaculares mentiras, que unos enfermos de cáncer donen sus cuerpos a esa disparatada ciencia: “Esta es la propuesta -escribe el narrador-: seleccionamos pacientes terminales. Les cortamos la cabeza de modo que no se lastime el aparato fonador, técnica que he practicado exitosamente con palmípedos y que ya explicaré, y pedimos que la cabeza nos cuente en voz alta qué percibe”. Son especialmente delirantes las aportaciones de cada uno de los doctores, que se suman al proyecto con entusiasmo. Los médicos creen estar a punto de dar un paso decisivo en la Historia de la Ciencia. “A mí lo que en realidad me interesa -nos dice, al teléfono desde Buenos Aires, el autor de la novela- es el discurso de la pseudociencia. Me interesa ese discurso porque posee la épica del fracaso”.

Aquella medicina de principios del XX trabajada con electricidad; o la radiestesia, o la frenología, poseían, afirma el escritor argentino, “una estrategia literaria muy poderosa”. Como poderosos son los embustes de los médicos de Temperley, que prometen a los enfermos la curación, y acto seguido les cortan la cabeza. Todo esto lo leemos en el espantoso diario del doctor Quintana -un diario clínico, secamente descriptivo-, quien, entre decapitaciones, alimenta un dificultoso amor por la enfermera Menéndez, que es alta, atractiva y fuma cigarrillos de cinco minutos exactos. El clima frío y blanco del sanatorio, el aséptico informe de Quintana, el brillo metálico de la guillotina, todo eso le da al conjunto una textura de quirúrgica sobriedad. “El estilo de la novela viene un poco de mi intención de trabajar con el humor”, dice Larraquy. Un humor, digamos, terapéutico. Negrísimo. “Un humor -añade- que surge de la distancia frente al hecho traumático o violento, de una lectura desapegada y cínica de lo que ocurre”. Ese humor, muy medido, es también válvula de escape, o fuga: sin él, La comemadre sería insoportable: “Creo que de ese modo el texto revela su naturaleza no realista. Es un texto muy disparatado. Que transcurre en una realidad grotesca y de algún modo el humor es síntoma de toda esa construcción artificial”, afirma Larraquy.

La segunda historia ocurre ciento dos años después. Un reconocido artista contemporáneo recibe la visita de una joven estudiante de Yale que escribe una tesis sobre él. El relato es la refutación de esa tesis, es decir, de la biografía errónea del artista, un exniño prodigio cuya aportación última a la historia del arte consiste en la inclusión, en sus obras, de miembros amputados de seres humanos, incluidos los suyos. Como si en el arte -o mejor: en el mercado del arte- todo valiera. “En ambos relatos se describe cómo la meta que postulan los personajes-narradores es siempre más importante que la evaluación moral que ellos hagan de su comportamiento", dice el escritor, para quien, desde ese punto de vista, hubiera sido muy torpe condenar a los personajes. "En la segunda parte la violencia tiene también que ver con ese mercado que resulta indistinguible del arte en sí. Los personajes piensan el arte como mercancía, así que improvisan, especulan con los resultados y los efectos retóricos que pueden llegar a producir”. Otra vez, como en el primer relato, al escritor le interesa la legitimación a través del discurso. “Las dos historias comparten un espacio común que es el de la construcción de un discurso que en última instancia los avala y los proyecta”, dice el autor.

Además de lo mencionado, la comemadre (una planta) avala la unicidad de la obra. Es el último y terrible nexo entre ambos relatos: un vegetal cuya savia produce unas minúsculas larvas capaces de hacer desaparecer los cuerpos y reintegrarlos en la tierra. En la historia del sanatorio se menciona la comemadre en un momento problemático, cuando decenas de cadáveres guillotinados se apilan en el sótano. “(...) el depósito del sótano sigue lleno -apunta el narrador-. Habría que resolver cómo vaciarlo. ¿La incineradora? El fuego es sucio, y la suciedad delata. Con estas palabras lo digo. Más higiénico es inyectar las larvas en los cuerpos y hacerlos desaparecer, sin rastro”.

El Cultural.es 15/10/2014

jueves, octubre 23, 2014

“No hay peor escritor que un escritor inteligente”

Por Pablo Chacón.



En La serenidad, el escritor Iosi Havilio explora una trama que en sus palabras es capaz de implosionar en las manos del Protagonista permitiendo así que los fragmentos que multiplican el texto se transformen en una máquina de efectos hermenéuticos múltiples, como múltiples son sus referencias.

El libro, publicado por la editorial Entropía, a la manera de un artefacto retórico de diversas dimensiones, opera como una onda expansiva después de una detonación, siguiendo las palabras del autor. Havilio publicó, entre otros libros, Open Door y Paraísos.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.

T : ¿Qué tipo de artefacto retórico es La serenidad? Hay un protagonista pero podría ser el ensayo sobre algún grado cero.

H : La palabra artefacto se me cruzó en el camino cuando empecé a nombrar La Serenidad como un todo, mientras armaba el rompecabezas que tenía entre manos. Es probable que se lo haya tomado prestado a Parra y sus poemas visuales. El asunto es que cuando tuve una primera mirada de conjunto entreví una máquina, explosiva, o mejor, implosiva, eso mismo, un artefacto que implosiona en las manos del Protagonista. Un artefacto lingüístico, por supuesto, que es el modo en que el Yo se materializa... el artefacto estaría compuesto por todo eso que El Protagonista, es, fue y será/quisiera ser, un conjunto amorfo de experiencias sin bordes. La Serenidad es, lenguaje mediante, el desiderátum, vendrá más tarde, o nunca, en todo caso, será posible cuando se despoje de símbolos y metáforas; la serenidad no es un estado de gracia sino la onda expansiva que provoca el estallido, los instantes que siguen a la detonación.

T : El efecto que producen las mayúsculas (Mujeres, Hija, etcétera) es el de cierta impersonalidad. ¿Cuál es tu opinión?

H : Hay algo de arma tu propia aventura en el uso de las mayúsculas. Serían algo así como entidades de identidades múltiples. ¿Impersonalidad? Puede ser, o también, todo lo contrario, hiperpersonalidad. Todos esos nombres, del Protagonista a los Ratones, pasando por Padre, Madre, Bárbara (que es otra categoría, a pesar de sí misma) están subidas a los hombros de los personajes. Los mandan, los adoran y los pisotean, son sus pequeños genios. Es probable, se me ocurre ahora, que esa distancia sobreactuada, al igual que el tono de farsa emperifollada, funcione como una estrategia, la coartada de una autobiografía mal simulada, la manera de despacharme con la historia personal que como en un juego de encastre algún otro podría intercambiar por sus propias piezas.

 T : ¿Cómo es una prosa dónde alternan lo real, lo simbólico y lo imaginario, si entendemos a esa trinidad como la entendía Jacques Lacan, que justamente -introduciendo lo real- evitaba toda visión del mundo?

H : Ya no sé cómo Lacan se metió en la escritura de este mundo, pero así fue. Y se coló en la enunciación de las partes, longitudinal y verticalmente, también en un sentido plástico, incluso en el argumento. Es probable que haya sido  leyendo la interpretación de Zizek sobre su teoría, así llegué a la fuente, un texto maravilloso donde Lacan distingue y relaciona con el arte los tres registros de lo psíquico: real, simbólico, Imaginario. Y lo hace dándole un sentido a las palabras que me resultó revelador porque a la vez que traducía el universo, describía el proceso que venía transitando en la exploración. Lo real para el Protagonista es todo eso que es y no es, lo que le está dado y lo que permanece oculto más allá de su realidad... sucede algo similar con el termino ficción que suele reducirse a lo inventado, un facilismo espantoso. A partir de ese texto, llegué al esquema R que desde el vamos pensé como una constelación, una suerte de mapa astrológico del yo, donde está cifrada una historia, su forma y el procedimiento que utiliza para narrarlo. Es un cuadro maravilloso, una invitación al juego. Esos tres registros circulan permanentemente en la escritura, en cualquier escritura, más allá del género o el estilo; La Serenidad hace de eso su trama.

T : Entiendo que La serenidad es una pieza ajena a los protocolos narrativos más convencionales, que por defecto podrían orientar la lectura de tus otras novelas. ¿Esto es así?

H : Entiendo una buena novela, así sea experimental, costumbrista o histórica, como un texto que puede valerse por sí mismo, fundando, si algo así existiese, sus propios protocolos a partir de un entre autor y narrador... Siendo así, una buena novela podría ser una novela malísima. Las lecturas orientadas, como cualquier expresión que venga con brújula incorporada, son tristes y penosas, difíciles de querer. Estamos plagados de ejemplos de este tipo; prefiero el riesgo y la zanja, al gps y la huella. La Serenidad es un poco el resultado de una patinada.  

T :  ¿Qué poéticas de las que leés en la Argentina contemporánea te interesan más, o con cuáles creés tener mayor afinidad?

H : En las afinidades que cuentan, el que escribe es un fusible, un mero espectador. El que trae y lleva. Lo que me interesa y cautiva es el dialogo que se da entre las obras, esos diálogos arbitrarios, desenfadados y urgentes, movimientos centrífugos que van desde adentro hacia afuera. El control de las influencias es exasperante y malintencionado. Ahí está la verdadera pedantería. No hay peor escritor que un escritor inteligente. Claro que puedo reconocer una serie de vinculaciones pero cada vez sospecho más de que se trate de una imposición mía. Las relaciones profundas que se tejan entre una novela y otras obras incluyendo expresiones no artísticas, por supuesto, no están en la superficie ni son inventariables fácilmente. Detectarlas toma tiempo y exige introspección, ahí está la diferencia entre el ojo crítico y el ojo vigilante. Pero ya que nombraba a Parra y sus artefactos y para no esquivar el bulto, durante la escritura de La Serenidad frecuenté y conviví con cierta poesía visual que me interpeló de manera contundente. Pienso en Amalia Boselli, en Milton Laufer, en Arnaldo Antunes y en el propio León Ferrari.

Telam, 20/10/2014