martes, enero 30, 2007

Gelatina

[Cuento breve de Romina Paula, publicado en la revista Ñ el otro domingo]

Cargo el brazo a un lado, como un peso muerto. Ya no me sigue, no me obedece. Lavo la zurda con la diestra, que empezó a responder. Eso aprendí. Pero no siempre puedo. A veces la muerta, la inconsciente, pesa más. Una mano dormida, un brazo dormido, un lado, una mitad, media yo que ya no soy. O estoy, todavía estoy, pero aletargada. Llevo, cargo mi mitad dormida, anegada. Me reeduco. Reaprendo todo. Primero vegeto, sólo respiro y apenas si hago eso, eso recuerdo. Después, dicen que abro los ojos y muevo un dedo, como respuesta, por toda respuesta: ese es el primer y casi único modo que descubro, que desarrollo, para salir de mí. Me atrapé, quedé atrapada en mi cuerpo: estoy intacta pero no puedo comunicar. Conservo la capacidad de reflexión, puedo hilar, asociar, recuerdo, entiendo. Creo que sigo siendo yo, pero no puedo salir. Como no comunico, no soy. Mi dedo, el meñique por sí o por no, me restituyó algo de credibilidad, de crédito. Dejo de ser una planta, evoluciono, porque puedo decidir, por sí o por no, con mi dedo, por más complejas que sigan siendo mis estructuras de pensamiento. No puedo hablar, pero pienso, puedo pensar en sintaxis, pienso gramaticalmente. Pero no puedo articular. Olvidé o no puedo recordar, no por ahora, qué sonido corresponde a qué idea, a qué concepto- no sé pronunciar, no sé cómo se hace. Ensayo sonidos, pero fracaso: son los órganos que no me responden. Emito graznidos informes, abstractos, atemorizo a mis visitas. Desisto. Ahora, por lo menos, puedo escribir, aunque no sea del todo exitoso, tampoco, éste medio. Quiero escribir, para que me entiendan, para que sepan que sé, que no perdí nada, que está todo adentro, todo ahí, aunque encerrado, anegado por ahora, por aquello, por aquél pequeño malentendido, ése desajuste en mi cerebro. Quiero poder escribir, que estoy encerrada, por ahora, pero que estoy bien, que no tomen medidas, que no teman por mí, que no se lamenten, que es sólo cuestión de tiempo. Pero mi mano, la que responde, me desautoriza. Quiero escribir Hola. No perdí la facultad del pensamiento. Articulo, asocio, y recuerdo. Sé quien soy, conozco mi historia, reconozco y recuerdo a cada uno de ustedes. Entiendo nuestros vínculos y sé que algo extraordinario sucedió en mi cabeza. Algo que me adormeció toda y ahora la mitad de mi cuerpo, algo que me encerró. Y mi mano escribe hamaca. Con pulso tembloroso. Eso es lo primero, y un pino, cuando me quiero referir a la gramática, a que todavía la poseo. Ni siquiera. Escribo pino un y mamá llora con el cuaderno en su mano. Llora y me acaricia la cabeza. Quiero morderla, por necia. Pero no puedo. Muevo el meñique y me dan gelatina.

sábado, enero 27, 2007

Continuidad de los parques

(...) Enseguida apareció la señora psicótica del viernes pasado y se sentó al lado mío. Juan Incardona me propuso ir a sentarnos lejos, al fondo pero yo quería filmar cerca del escenario.
Igual, llegó un hombre con un termo y un mate y se sentó al lado de ella y hablaban. Pensé que él era su acompañante terapéutico y que ella no se había olvidado de tomar los antipsicóticos esa tarde, asi que estaba bastante compensada. De hecho, cuando todo terminó se fue sin hacer ninguna manifestación psiquiátrica.
La lectura de Gonzalo Castro estuvo muy buena. Me pareció muy atractivo el tema del libro (Hidrografía Doméstica) que leía: una chica de 10 años que vive sola y que tiene una relación especial con el agua. Y después, el reportaje se centró en la editorial (Entropía) de Castro y eso también estuvo muy interesante. Pero había mucho viento, enseguida se hizo oscuro y yo tenía frío. A veces parecía que se iban a volar todas las cosas. Los eucaliptus largaban miles de hojitas agudas todo el tiempo y los pájaros esta vez volaban muy muy alto. Me puso muy triste. Cuando todo terminó era casi de noche. Eso me puso más triste. (...)

[vía "Viejos son los trapos"]

lunes, enero 22, 2007

El principio de la tragedia

Sobre Los estantes vacíos, de Ignacio Molina.

Por María Eugenia Rombolá

[Publicada en la revista Los asesinos tímidos]

Recuerdo que en algún momento el autor de Los estantes vacíos comentó que no puede pensar en una palabra sin pensar al mismo tiempo en cómo se escribe, es decir, en su materialidad gráfica, en su cuerpo más concreto. Pienso que esta obsesión por el cuerpo de las palabras es la condición necesaria para intentar rasgarlas y poder llegar a lo que está detrás (¿a la nada? No se sabe a ciencia cierta, pero sí puede observarse que en este acto radica la exploración del autor). Molina lo sabe, tal vez no sabe que lo sabe, pero lo sabe. Y para los que no lo saben, puede ser una tarea ardua comprender, por ejemplo, la necesidad de construir un personaje como Matías (”El camino del agua”) que escucha (y acá vale la pena recalcar que no oye, sino que escucha) palabras sueltas en una conversación telefónica de su hermana, “técnico, tenedor, enganche, comentarios, filamento, volantes, campeonato, forra, camisa, líneas, público, chau”. Las palabras no son las cosas, eso todo el mundo lo sabe, pero las palabras sí son cosas y hay quienes lo niegan en virtud de una fidelidad desmedida hacia las formas ya concebidas de los géneros (hay una anécdota que cuenta que una vez Gauguin se encontró con Mallarmé y le dijo algo así: “Tengo un montón de ideas para escribir una novela” y Mallarmé le respondió “Las novelas no se escriben con ideas. Se escriben con palabras”).

El cuento
Hay muchas teorías respecto a qué es un cuento, pero vaciemos nuestros estantes de teorías y volvamos a la idea más simple, la que teníamos seguramente cuando empezamos a leer, ¿qué es un cuento, entonces? ¿No es acaso un relato en el que transcurren cosas y muchas veces termina antes de lo que querríamos, pero al mismo tiempo, en su propia constitución está la imposibilidad de que continúe? Es verdad que lo mismo puede decirse de la novela, pero a diferencia del cuento, en ella hay líneas de fuga intermedias que permiten digresiones casi, casi, infinitas. Entonces, el cuento le muestra el final al cuentista. El novelista, en cambio, decide cuando dejar de fugarse y en esta detención aparece el final.

Los personajes
A la hora de relacionarse entre ellos, tienen miedo de incomodarse con preguntas, suponen, consideran que no vale la pena decir todo lo que están pensando. Por otra parte, registran todo: el tiempo, las calles, los carteles, cada detalle de la ciudad son su verdadera compañía. Es que estos detalles dejan de ser cosas para convertirse en palabras-cosa. Los barrios entonces no sólo tienen nombre, sino que además son de colores específicos (“El camino del agua”), tomar un colectivo no sólo implica trasladarse de un lado a otro, sino repetir el trayecto narrado en un libro que se encontró poco tiempo antes en una librería de saldos (“Kilómetro cero”), la puerta de la heladera exhibidora anuncia tormenta (“Polirrubro Ama-Faby”), las calles amanecen inundadas (“El sistema”) y en ocasiones se humaniza a los objetos agregándole la preposición “a” cuando son objeto directo: “Después de unos minutos me acerqué a la ventana y me puse a mirar, alternativamente, al paraguayo que vivía al fondo del pasillo (...) y al empapelado violeta de la pieza” (“Kilómetro cero”) o “Después de abarcar en un solo paneo a las golosinas, las estanterías despobladas, los envases vacíos (...) se queda mirando el plano de la ciudad que cuelga de una de las paredes” (“Polirrubro Ama-Faby”).

Los finales
Si bien cada uno de los quince cuentos de Los estantes... exige su final, éstos últimos, de alguna manera, retumban, delicadamente, como ecos, en los demás cuentos y, por qué no, en la vida misma. Es que en cada conclusión hay una puerta abierta, una invitación a asomarse a un abismo que no se muestra, apenas se anuncia en palabras-cosa, en cosas que hablan, que nos dicen la soledad, la sorpresa, las coincidencias y desencuentros, los malentendidos inevitables, los olvidos evitables, pero necesarios... Podría decirse, entonces, que los cuentos concluyen en el principio de la tragedia. Un modo arriesgado y lúcido de trazar el antagonismo que presenta la vida de los hombres y mujeres en la ciudad contemporánea.

miércoles, enero 17, 2007

Avisos parroquiales

Recordad: este viernes, a las mil novecientas, en el Jardín Botánico “Carlos Thays”, al reparo de ñangapiríes, euforbias y sicomoros, Damián Ríos entrevistará a Gonzalo Castro. Se admitirán, también, preguntas de la audiencia (sobre literatura, diseño gráfico, paisajismo y fitología). Que no falte nadie.

miércoles, enero 10, 2007

Cine para leer

Maese Juan:

En tus manos, una primera reseña de las cartas de Manuel Puig, que saldrá publicada, si la resaca decembrina no afecta el orden de las cosas, el fin de semana del 31 de diciembre en El Espectador de Colombia. En todo caso, cuando salga publicada, reenvío el texto para que lo veas tal y como salió,

Hugo

P. D. Y cuando veas "Cine para leer", no te extrañes, así se llama la columna que tengo en el diario.

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La pasión según Puig [por Hugo Chaparro Valderrama]

El escritor argentino Manuel Puig hizo del cine su biblioteca. La pantalla fue para él semejante a lo que sería para Borges la Enciclopedia Británica. Allí descubrió sus mitos, sus aventuras y las historias que lo convirtieron en un autor al margen de cualquier tendencia, estética o política, en la década de los años 60.
Cuando su amigo Mario Fenelli leyó las primeras páginas de La traición de Rita Hayworth, descubrió la sublimación de lo cursi —algo que indigestó a Mario Vargas Llosa como jurado del Premio Seix Barral en 1966, argumentando que no se trataba de una novela “literaria” (¿?)—. El melodrama hecho cine formó entonces a Puig. No en vano idolatraba Imitation of life (Sirk, 1959), donde se magnifica la tristeza de manera delirante. Una pasión compartida con el gusto por las historias de amor sufridas hasta la muerte por Greta Garbo —¿la recuerdan lanzándose al tren, como última solución al despecho, en Ana Karenina?
Entre Europa y Estados Unidos, la biografía de Puig permanece en su literatura; en los guiones que escribió con la ilusión de que fueran producidos en Inglaterra o Italia; en la correspondencia que mantuvo con su familia durante un lapso que abarca desde 1956, cuando viaja a Roma para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografia, hasta 1983, cuando se traslada a Río de Janeiro.
Manuel Puig. Querida familia, en dos tomos divididos por sus Cartas europeas (1956-1962) y sus Cartas americanas - New York - Río (1963-1983), gracias al esmero de Graciela Goldchluk, quien hizo la compilación, el prólogo y las notas de las cartas, y a la editorial Entropía, que publicó el primer tomo en abril de 2005 y el segundo en septiembre de 2006, descubre al escritor adentrándose en el laberinto de un camino todavía incierto, por el que avanza con una confianza creciente cuando se multiplican los lectores y se agiganta ese monstruo, la fama.
Tras la aventura del viaje —que Puig disfruta cuando recorre el mapa de un lado a otro— está la celebración del cine como punto de equilibrio ante la incertidumbre; el trabajo como traductor de películas italianas al español; la exploración minuciosa que le permite comprarles a sus padres y a su hermano las prendas que detalla en sus cartas; la nostalgia por Buenos Aires —al mismo tiempo que el rencor por una ciudad en la que no confía del todo cuando el mundo le ha enseñado otros panoramas—; las peticiones de su madre para que regrese —a las que responde Puig: “Mamá: yo no comprendo por qué ponés la vuelta a la Argentina como si fuera para mí el comienzo de todas las bendiciones”.
En otras palabras, la ansiedad por encontrarse en una geografía propicia a sus intereses, sin tener que preocuparse por el circo de las vanidades como expresión de nacionalismo asfixiante. El cine es suficiente. Sus imágenes le muestran a Puig que la mejor realidad está en la ficción. No importa de dónde provengan, las fronteras no existen. Sin embargo, con La traición… escribe una novela en la que evoca de forma visceral a los fantasmas de su infancia, extraviados en General Villegas, el pueblo donde nació.
Él mismo no esperaba dar el salto del cine a la literatura. Pero surgió la novela como una necesidad ineludible. Entre los reclamos de su madre por la presencia del hijo al que adora, la cinefilia sin pausa y los viajes, se lee la evolución de un autor que necesitó, como tantos, ausentarse de lo habitual para contrastarse a sí mismo con lo diferente y encontrar así su lugar. Las cartas nos hablan sobre ese proceso y sus hallazgos. El resultado, en sus novelas, en sus argumentos para cine y en sus obras de teatro, enseña cómo la ausencia se convirtió en presencia cuando regresamos a la pasión según Puig.

lunes, enero 08, 2007

El marketing y sus reveses

Aquí, Edmundo Paz Soldán sobre "Querida familia: 2"

(...) Los que han leído a este influyente escritor argentino descubrirán en varios pasajes un tono similar al de esa voz coloquial inconfundible de sus mejores novelas, en especial La traición de Rita Hayworth. Sin embargo, el efecto general es distinto: en las novelas de Puig, las cartas producen una sensación vivificante, incluso audaz: nos hallamos ante el escritor que se atrevió a prescindir de narrador y dejar que escucháramos directamente a sus personajes, y que incluso viéramos sus errores ortográficos a la hora de escribir. En cambio, como documento, las cartas a su familia son repetitivas, monocordes, planas. (...)

El texto completo, acá.

jueves, enero 04, 2007

Two thumbs up!

Espejismos [reseña de "Los estantes vacíos"]

por Ariel Bustos

El escritor “minimalista” viene a resultar algo así como “la gran esperanza blanca” en el boxeo, o como el eslabón perdido. Así autores despojados en el lenguaje y dueños de un mundo potente se han visto bajo el peso de ese rótulo ocioso, con Raymond Carver a la cabeza. Tal vez, en el caso de este libro en particular, podamos afirmar que la caza ha llegado a su fin.
Los estantes vacíos, de Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), era un libro esperado en cierto circuito de blogs literarios, esas nuevas trincheras de la literatura argentina. De hecho, Molina es el autor del blog Unidad Funcional unidadfuncional.blogspot.com. Cada uno de sus cuentos podría leerse, en cierta manera, como una versión inversa de Carver. Así, todas las líneas que prometen un mundo rico que subyace bajo la superficie terminan confluyendo en la nada. En Molina se produce la muerte de las historias.
Se trata de un libro poco convencional. “Los quince relatos que conforman Los estantes vacíos construyen su propio campo de exploración narrativa”, reza la contratapa antes de diluirse en una jerga ilegible, y hay que reconocer que Molina establece una idea personal del cuento. Para ello suprime dos claves de la definición clásica del cuento: la unidad de efecto y el punto de no retorno. Eliminada la arquitectura de la narración sólo le queda al autor reciclar cuestiones formales, como los ciclos que forman distintos cuentos que comparten los mismos personajes, recurso que Liliana Heker escribió hace treinta años. Así pueden considerarse las series conformadas entre los cuentos Espirales, Los estantes vacíos y Ejército de Salvación por una parte, Arpegios y El opio de los pueblos por otra, y El sistema y Jornadas literarias en tercer lugar. Ya sea que apelen a diversos puntos de vista para contar los mismos hechos, o que de un cuento al otro haya un cambio de la primera a la tercera persona, pasa de todo pero no pasa nada. Las acciones se suceden sin tener peso en la realidad: una chica que se va a vivir sola encuentra una tortuga a la salida del trabajo, un hombre recién separado yendo a visitar a su hijita y a su ex mujer, personajes que van a la cancha a ver a Platense o a Nueva Chicago, la relación que traba un bibliotecario con una mucama, ambos inquilinos de una anciana: todo puede pasar y nada se define. Molina desplaza el centro de gravedad de los cuentos, deteniéndose a registrar pequeños detalles, y evitando mostrar los puntos de tensión, como los encuentros sexuales concretos o sugeridos en distintos cuentos, o los quiebres en las relaciones familiares. Al hacer este desplazamiento, la única resolución posible sucede en un sueño: el sueño de venganza de Matías en El camino del agua.
Las acciones de los personajes no producen un crescendo que apunte a caer con todo el peso hacia el final del cuento para culminar resolviendo o revelando algo; tampoco en el transcurrir de los cuentos se produce un quiebre en los personajes que termine modificándolos en sus personalidades. Su fragilidad no proviene de un desencuentro con el mundo donde anidan el fracaso, la desilusión o el deseo, sino de un profundo vacío interno por el cual pequeñas cuestiones, como la elección de una mesa para comer en una parrilla hacia el final de Ejército de Salvación, terminan por resultar conflictos enormes.
El ascetismo del lenguaje de Molina no levanta ninguna barrera hacia el lector. Pero finalmente este pacto básico se ve defraudado por sus personajes, autosuficientes en el mar de indiferencia en que viven, que terminan por no conmover al lector.

[publicado en Zonamoebius.com]

martes, enero 02, 2007

Printing Opendoor

SMD y su vista de águila no dejan en paz a Manolo, en la prosecución de un matiz, de una temperatura de color imposible de verbalizar.